En 1990, nos acabábamos de mudar de Nueva York a París. Una tranquila tarde de agosto, mi mujer, Nancy, y yo estábamos desembalando y tratando de convertir aquel piso en un hogar para nuestra desarraigada familia. Claire, nuestra hija de 3 años, estaba sentada en el suelo ojeando libros.
—Por favor léeme este —pidió, pasándome un delgado libro azul.
En el lomo de la desgastada portada ponía "Hablar francés es divertido". Mi abuelo, que creció como francoparlante, me lo había dado cuando yo era niño; mis padres lo desempolvaron de algún lugar y nos lo dieron.
Claire señaló una hoja con dibujos bajo los compases de una antigua canción francesa infantil: ¿Sabes sembrar repollos? En tinta azul, alguien había tachado “repollos” y escrito “sandías”. Le dije que había sido mi abuelo.
“¿Por qué hizo eso, papá?”, preguntó Claire. Mientras me sentaba a contarle la historia, mis pensamientos recorrieron una conocida carretera a Nebraska, en Estados Unidos.
“¿Ya hemos llegado?”, preguntó mi hermana Vicky desde el asiento trasero de la furgoneta de la familia. Era el último día de nuestro viaje estival al oeste, a casa de los abuelos, asentada sobre una riera en Tecumseh, Nebraska, donde pasábamos unas semanas maravillosas todos los veranos.
Al parar en la entrada, mi abuela se precipitó por la puerta de atrás a saludarnos. Detrás de ella, cojeaba mi abuelo por el césped, para envolvernos en un abrazo.
De joven, mi abuelo, Walther Henri Kiechel, había sido agricultor, conserje de escuela, ganadero, y a los 26 años, senador estatal. Su trayectoria iba en ascenso, hasta que un derrame cerebral a los 44 años lo dejó incapacitado. En algún momento entre su derrame y mi infancia, hizo las paces con las circunstancias. Su roce con la muerte le convenció, no de lo espantosa que era la vida, sino de lo maravillosa que es. Su entusiasmo lo convirtió en un compañero de juegos por quien Vicky y yo nos peleábamos.
Lo mejor eran los viajes “a los 80”: los 80 acres de tierra de cultivo que mi abuelo había podido conservar. El resto se vendió o se embargó para pagar las deudas de su recuperación. Vicky y yo nos subíamos al pajar del establo y desde un viejo establo, el abuelo mugía como una vaca y nos partíamos de risa.
“Yo también v07 a ser granjero", anuncié con orgullo una tarde mientras mi abuelo estaba en su escritorio.
—¿Qué vas a sembrar?”—preguntó. Pensé en mi pasatiempo favorito, escupir semillas de sandía lo más lejos posible.
—¿Qué tal sandías? —aventuré.
—¡Vaya! Nunca he intentado sembrar sandías —respondió—. Pero será mejor que las siembres pronto.
Estábamos a mediados de agosto y los días se iban acortando. En breve haríamos las maletas para volver a Virginia y al colegio. Sentí el primer escalofrío de la separación otoñal.
—¡Vamos a hacerlo ahora! —exclamé, saltando de mi asiento—. ¿Qué hay que hacer?
Primero, dijo mi abuelo, necesitamos semillas. Me acordé del trozo de sandía de la nevera y volé a la cocina. Volví con 5 pepitas negras en la mano. El abuelo sugirió un lugar soleado detrás de la casa, pero yo quería sembrarlas en un lugar desde el que pudiera ver fácilmente cómo crecían.
Salimos fuera, a la sombra de un gigantesco roble.
—Aquí mismo, abuelo —dije. Podría apoyarme contra el árbol y leer mis cómic mientras brotaban sandías. Era ideal.
—Vete al garaje y trae el azadón —pidió—. Luego me enseñó a preparar la tierra y sembrar las semillas en un semicírculo.
—No las apretujes—añadió tranquilamente—. Dales espacio para crecer.
—¿Y ahora qué, abuelo?
—Ahora viene lo más difícil —me explicó—, esperar.
Y durante toda la tarde eso hice.
Casi cada hora iba a ver las semillas y regaba. Pero para la hora de la cena no habían brotado, y el terreno era un desastre de barro. En la mesa, pregunté al abuelo cuánto tardarían.
—Tal vez el próximo mes —replicó riendo—. Quizá antes.
La mañana siguiente, vagueaba en la cama leyendo un cómic. De pronto, me acordé: ¡las semillas! Me vestí a toda prisa y salí fuera.
—¿Qué es eso?” —me pregunté, escudriñando el roble.
Y entonces me di cuenta: ¡una sandía! Una inmensa fruta, perfectamente formada, yacía sobre el barro fresco. Me sentí triunfal. ¡Era un granjero! Era la sandía más grande que había visto nunca… y yo la había cosechado.
Justo cuando empecé a darme cuenta que no era así, salió el abuelo de casa. Riendo dijo:
—Escogiste un buen lugar, Conrad.
Planeamos gastar la broma al resto. Después de desayunar, cogimos la sandía y nos fuimos al pueblo, donde enseñó a sus amigos el “milagro de medianoche” que su nieto había cosechado. Me dejaron creer que se lo creían.
Días después, mientras me subía al coche con Vicky para hacer el triste viaje de vuelta a casa, el abuelo me pasó un libro por la ventana. “Para el colegio”, dijo. Abrí donde había escrito “sandías” y me reí con la broma.
Sujetando el libro que mi abuelo me había dado hacía tanto años, Claire escuchó la historia en silencio. Luego, preguntó: “Papá, ¿yo también puedo sembrar semillas?”
Nancy me miró, echando un ojo a los montones de cajas para desembalar. A punto de decirle: “Lo haremos mañana,” me di cuenta de que el abuelo nunca me había dicho eso. Nos fuimos al mercado. En una tienda pequeña con un estante lleno de paquetes de semillas, Claire escogió uno que prometía flores rojas y brillantes. Yo añadí un saco de tierra abonada.
De camino a casa, mientras Claire se comía un croissant, pensé en las semillas que yo había sembrado. Por primera vez me di cuenta de que el abuelo podía haber afrontado mi entusiasmo infantil con una letanía de hechos decepcionantes: que las sandías no crecen bien en Nebraska; que era demasiado tarde para sembrarlas; que era inútil intentar cosecharlas en la sombra. Pero en vez de aburrirme con el cómo de las cosas, que pronto olvidaría, se aseguró de que experimentara la felicidad de hacerlas.
Claire subió corriendo las escaleras hasta nuestro piso y en minutos estaba subida en una silla, ante el fregadero de la cocina, llenando de tierra una maceta de cerámica blanca.
Al esparcir semillas en la palma de su mano, sentí por primera vez las molestias que mi abuelo se había tomado. Se había escabullido al pueblo esa tarde de agosto a comprar la sandía más grande del mercado. Esa noche, mientras yo dormía, la bajó y colocó justo encima de mis semillas.
“Listo, papi,” irrumpió Claire en mis recuerdos. Abrí la ventana sobre el fregadero y ella colocó la maceta en el bordillo, moviéndola de un lado a otro hasta que dio con el lugar perfecto. “Y ahora ¡a crecer”, ordenó.
Unos días después, nos despertamos con un grito: “¡Están creciendo!”. Y Claire nos llevó a la cocina a ver una maceta con pequeños brotes verdes.
Siempre pensé que el milagro de medianoche era una de las bromas del abuelo. Ahora me daba cuenta de que era uno de los muchos regalos que me había dado. Sembró algo que ni el tiempo ni la distancia podían desarraigar: un acelerador a fondo aferrado a la felicidad que la vida ofrece… y un desdén a los obstáculos del camino.
Mientras Claire brillaba de satisfacción, pude percibir la alegría de mi abuelo al poner raíces frescas en su vida. Y ese fue el mayor milagro.