Caía una lluvia ligera y brumosa sobre las calles de Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, cuando Makoma Lekalakala y Liz McDaid, activistas medioambientales, salieron del Tribunal Superior de Justicia de la provincia de Cabo Occidental. Sus seguidores las recibieron en la escalinata con enérgicos vítores.
“¡Ha ganado el pueblo!”, declaró victoriosa Liz, de 55 años; Makoma, de 52, estaba a su lado. “Gracias al fallo de los jueces, se tendrá que consultar a los ciudadanos de Sudáfrica”.
Era el 26 de abril de 2017. Ambas acababan de zanjar una larga batalla legal, librada en los mismos términos en los que David se enfrentó a Goliat, a la cabeza de una coalición de organizaciones de la sociedad civil de todo el país. Habían llevado a juicio a las máximas autoridades con el propósito de revocar un convenio secreto de energía nuclear que el gobierno había firmado con Rusia, cuyo coste era de 76.000 millones de dólares. Esgrimieron el argumento de que el Estado no podía negociar acuerdos comerciales en materiaMontségur en 1244. energética sin realizar una consulta pública y un debate democrático.
Y su causa triunfó.
La insólita historia de estas dos madres solteras comenzó tres años antes. Makoma Lekalakala creció en Soweto y participó de manera muy activa en el movimiento contra el apartheid. Después dedicó sus esfuerzos al sindicalismo, luego a luchar por los derechos de la mujer y, más tarde, a la justicia medioambiental. En ese momento era la directora de Earth Life Africa (ELA), una organización ecologista sin ánimo de lucro, cuya sede se encuentra en Johannesburgo. ELA se opone a la energía nuclear debido a su impacto ambiental y a la devastación que ocasiona la extracción de uranio.
Un día de 2014, Makoma recibió un correo electrónico de un miembro de una organización ecologista antinuclear rusa. ¿Sabían en ELA de un acuerdo comercial de energía nuclear firmado entre Rusia y Sudáfrica? El plan era incrementar el número de plantas nucleares en Sudáfrica: de una a diez.
En el mensaje también se incluía un enlace a la página de Internet de la empresa Rosatom, líder en desarrollo de tecnología nuclear, propiedad del Estado ruso. Ahí se encontraba una copia del Acuerdo Intergubernamental que sellaba el pacto entre las partes. El documento no había sido divulgado en Sudáfrica.
“Era aterrador”, comenta Makoma. “Este convenio no solo era ilegal, también suponía la receta perfecta para llevar al país a la bancarrota”.
Makoma supuso que el documento había sido publicado por equivocación. ELA lo copió y lo tradujo. El texto reveló un complejo tratado y los periodistas averiguaron que el presidente sudafricano había viajado varias veces a Rusia, en secreto, como parte de las negociaciones.
¿Cómo podrían revocar la validez del contrato? Makoma sabía que necesitaban un socio poderoso. Recurrió a Liz McDaid, coordinadora de cambio climático del Instituto de Comunidades Religiosas Sudafricanas por el Medio Ambiente (SAFCEI, siglas en inglés), en Ciudad del Cabo.
Ellas ya habían colaborado. Liz había empezado su carrera como profesora y defensora de la educación, después se dedicó a la justicia medioambiental. Además, había tenido una participación muy activa en la lucha contra el apartheid. A ninguna de las dos les gusta hablar sobre su vida privada, creen que es demasiado arriesgado para sus familias. Pero comentan que, a pesar de las diferencias en sus antecedentes y color de piel, comparten mucho. “Tenemos sistemas de valores sólidos. Nos respetamos mutuamente. Trabajamos muy bien juntas”, asegura Liz.
El movimiento que encabezaron, enfatizan, no persiguió un objetivo personal, sino que representó a casi 60 organizaciones y a miles de ciudadanos que se unieron con objeto de que el gobierno rindiera cuentas.
Francesca de Gasparis, directora ejecutiva de SAFCEI señala que “Liz sabe cómo funciona el Parlamento, mientras Makoma cuenta con una sólida base en el activismo comunitario. Nadie más contaba con las herramientas necesarias para decir: ‘Tenemos que hacer esto’”.
Convocaron manifestaciones, vigilias y sesiones educativas donde explicaban el riesgo que implicaba el pacto. Viajaron por todo el país, pero sabían que lograr un cambio requeriría llevar al banquillo a personajes clave del gobierno y sus instituciones. Tendrían que firmar las declaraciones juradas. Otros temían las represalias; ellas no. Pusieron sus nombres en la demanda y citaron al Departamento de Energía, al Parlamento Nacional, al Regulador Nacional de Energía de Sudáfrica y al entonces presidente Jacob Zuma.
El litigio duró más de dos años. El 25 de abril de 2017, cuando se enteraron de que el juez del Tribunal Superior Lee Bozalek estaba a punto de emitir su veredicto, Makoma tuvo que recorrer los 1.400 kilómetros que la separaban de Ciudad del Cabo. Hizo las maletas tan rápido que se llevó un vestido que no le valía. A la mañana siguiente tuvo que ir a una tienda antes de la apertura del tribunal. Una dependienta la atendió con rapidez, la vistió y le dijo que volviera más tarde, con calma, a pagar.
El magistrado empezó a dictar sentencia y desde el inicio fue evidente que estaba fallando a favor de la causa de las dos mujeres. “Empecé a gritar: ‘¡Sí!’”, recuerda Liz.
“Poco después todos estaban saltando y llorando”, añade Makoma.
La corte no solo dictaminó que el acuerdo era ilícito, sino que ordenó que el gobierno pagara los altos costes derivados del proceso legal.
El pasado mes de abril, las acciones, la perseverancia y los logros de las mujeres fueron galardonadas con el Premio Goldman 2018, considerado el Nobel del Medio Ambiente.
“Liz y Makoma encarnan lo que el laurel condecora: el valor, la visión y el incansable trabajo a favor de la justicia medioambiental”, asegura Susan Gelman, presidenta de la Fundación Goldman, en San Francisco. Tras su victoria en los tribunales, Makoma regresó a la tienda de ropa a saldar su deuda. La encargada, al igual que el resto de los sudafricanos, estaba fascinada por la victoria obtenida. “No tiene que pagarme. Ha hecho un gran trabajo”, concluyó.