“Somos buenas madres”, le dije a mi amiga mientras nos sentábamos en unas confortables sillas de playa bajo una sombrilla clavada en la arena y veíamos a nuestras hijas jugar en la orilla del agua. De hecho, aquella mañana de verano me sentía una madre excepcional. Me levanté temprano, preparé la comida para el picnic, subí al coche a mis dos hijas, de cinco y tres años, y pasé a recoger a mi amiga y a sus dos hijas, también de cinco y tres años, a su casa. Luego conduje durante una hora y media hasta la costa de Nueva Jersey, donde extendimos nuestras toallas a las 10 en punto.
De pronto las niñas echaron a correr. A unos 45 metros de nosotras, un hombre de no más de 60 años estaba pescando con una caña que me pareció enorme, como para capturar tiburones. Las niñas se detuvieron a su lado y, boquiabiertas, observaron cómo lanzaba el anzuelo. Él les sonrió. Al cabo de unos momentos, corrieron de vuelta, excepto mi hija Drew, de tres años, quien se sentó con su traje de baño de flores junto al cubo blanco donde el hombre seguramente pensaba poner los peces que atrapara.
De inmediato me entró la paranoia: Es un acosador de menores, un pedófilo, un delincuente...
—¡Drew! ¡Ven aquí! ¡Juega con tus amigas! —le grité, consciente de que mis advertencias sobre no hablar con extraños no habían funcionado.
Parece que lo único que oímos los padres hoy son historias de secuestros de niños, alertas sobre menores de edad desaparecidos, niños de dos años encontrados muertos junto a las vías del tren... Las buenas madres deben ser desconfiadas; deben enseñar a sus hijos que el mundo es un lugar peligroso. Así que sentí alivio cuando Drew volvió. Entonces cogió su pala de playa, me miró a los ojos y dijo:
—Quiero ir con ese señor.
CORRió DE NUEVO, se sentó junto a él y empezó a cavar. Los observé como si hubiera una cámara escondida en la silla del salvavidas grabando para el programa Los criminales más buscados de Estados Unidos; me giraba unos segundos para asegurarme de que el mar no arrastrara a mi otra hija, y luego seguía vigilando a Drew, para asegurarme que no hubiera contacto físico. Eran solo un pescador y una niña pequeña sentada junto a él.
—¿Qué crees que le está contando Drew? —me preguntó mi amiga.
En cuanto desvié la mirada, Drew comenzó a hablar; su boca no paraba de moverse. Quizá le estuviera contando dónde vivíamos, que su padre estaba de viaje de trabajo y que su madre a veces las dejaba a ella y a su hermana montar en bicicleta solas en la entrada de casa. Él asentía con la cabeza. Drew siguió hablando; el hombre asintió otra vez y se echó a reír. La niña se rió también.
Unos segundos después, corrió hacia nosotras, agitando en alto un objeto brillante.
—¡Mira, mami, un pez!
—¿Un qué? —respondí. —¡Un pez de juguete!
Era, en efecto, un pez de goma de color amarillo con reflejos dorados. Seguramente el hombre lo usaba como cebo, y se lo había dado a Drew. Las otras tres niñas estaban impresionadas, y no disimulaban la envidia que sentían. Todas se abalanzaron sobre el pez. Drew me miró como pidiendo ayuda; luego se volvió hacia el hombre y me miró de nuevo.
—¡Mi amigo me ha regalado el pez! —dijo en tono de protesta.
La arena delante de la sombrilla se convirtió en un foso de lucha para cuatro niñas en disputa por un pez de goma que volaba por los aires. Era evidente que pronto habría lágrimas. Yo misma sentía que iba a llorar. Traté de confiscar el pez, pero eso solo aumentó el volumen de los gritos.
De pronto, el hombre estaba de pie junto a nosotras, con otros tres peces de goma en la mano. Los repartió a las niñas. Sus ojos se iluminaron de sorpresa y felicidad.
—Gracias —le dijeron al señor sin que nosotras se lo pidiéramos.
—Gracias —dije yo también.
Me di cuenta de que es cierto que hay maldad en el mundo, pero también hay desconocidos buenos y generosos, y lecciones que solo los niños de tres años pueden darnos a las madres. El hombre sonrió, se despidió y se fue a seguir pescando.