Domingo 22 de marzo de 2020. Acabo de volver de salir a comprar el periódico y dos barras de pan. El día está nublado y plomizo. Hay un silencio raro, como cuando te encuentras en medio de un campo de nieve. Me he encontrado a tres personas. Un vecino guardia civil con el que he intercambiado impresiones de esta situación marcando la distancia. Él sigue trabajando presencialmente, porque los criminales no paran ni por una emergencia como la que estamos viviendo. Un operario de limpieza que está rociando la calle con una solución de agua y lejía (“dos botes enteros”) que me informa de que lleva desde las 6:30 de la mañana fumigando las calles de la pequeña localidad donde resido, a 20 kilómetros de Madrid. El joven de la pequeña tiendecita de la gasolinera, a quien no reconozco porque lleva una mascarilla que me ha recordado una triste máscara de carnaval con forma de pico de águila, me indica que no me puede vender unas pilas que le he pedido. Órdenes estrictas de la policía, que solo deja vender prensa y gasolina. Especulamos sobre el por qué, posiblemente para evitar que la gente salga de su confinamiento con cualquier excusa.
Ha pasado una semana desde que en España se decretara el estado de alarma por la crisis del coronavirus. Desde entonces, los ciudadanos hemos pasado de la incredulidad y el estupor a una nueva realidad. O irrealidad, según se mire. Algunos lo comparan con una guerra, pero con un enemigo desconocido e invisible.
Cuando el funesto recuento diario va por los más de 28.700 infectados y 1.725 muertos, el presidente del gobierno avisa de que lo peor está aún por llegar. Los informativos cuentan a diario que varios políticos están infectados. Personajes de la crónica social, empresarios, deportistas o periodistas están falleciendo por el coronavirus. Es una obviedad, pero este virus no distingue riqueza, posición social o forma de vida.
Los ciudadanos han pasado en cuestión de siete días de hacer una vida colectiva y despreocupada, trabajando, estudiando, socializando, viviendo, a estar entre cuatro paredes las 24 horas del día. Siete días a la semana. La vida cotidiana se ha convertido en interminables intercambios en los chats con amigos y familiares. Bromas, memes en los que los españoles destacamos siempre en rapidez e ingenio. Recomendaciones. Noticias sin ningún fundamento. Alarmismo. Mensajes positivos. Estados de ánimo compartidos. Te quieros. Videollamadas con familia, dentro de España y fuera de ella. Con abuelos. Con amigos del cole de los más pequeños.
Eventos sociales online para todos los gustos. Clases colectivas de entrenamiento físico a través de aplicaciones en los que nos vemos unos a otros con nuestros leggins de gimnasia. Yo hasta me lavo los dientes antes de conectarme, por aquello de mantener las buenas costumbres. Conciertos en directo en Instagram. Espectáculos de magia para toda la familia en la que se nos desvela el misterioso caso del papel higiénico desabastecido. Lecturas de cuentos para niños.
A las 20 horas puntualmente cada día desde que empezó el estado de alarma nos reunimos todos en nuestras terrazas en un aplauso común. Un aplauso para nuestros sanitarios, médicos, enfermeros, celadores y todo el personal que está en la primera línea de fuego. Sanitarios curtidos en la dureza de sobrellevar el día a día en las UCIs, pero que ya no hablan en los vestuarios al cambiarse, solo lloran. Un aplauso por todas las fuerzas del orden, limpiadores, camioneros, proveedores de servicios básicos que siguen yendo cada día a su puesto de trabajo con el miedo en el cuerpo para que siga habiendo supermercados abastecidos, medicinas en las farmacias y personas que atiendan los teléfonos y las emergencias. Un aplauso emocionado y sentido por todos, niños, jóvenes y mayores. Momentos de altavoz en el que suena el “Resistiré”, del Dúo Dinámico. Linternas al aire, improvisados cantantes y músicos. Momento de charla vecinal de terraza en terraza. Qué tal estamos todos. Cómo estamos viviendo esta situación.
Aislados pero más unidos que nunca. Preocupados por nuestros familiares directos, por nuestros mayores. Estresados, tensos, insomnes muchos. Tratando de mantener la compostura delante de los más pequeños. Muchos padres y madres teletrabajando mientras intentan apaciguar a unos niños que no entienden nada, pero que, como siempre, nos dan una lección, adaptándose a la situación como peces a un nuevo ecosistema. Padres y madres que, más que nunca, hacemos malabarismos. Nos hemos convertido, desde que los niños empezaron gradualmente a dejar de ir a los colegios, en profesores, cocineros, empleados domésticos. Sin desatender nuestros trabajos a distancia. Atendiendo a los requerimientos de los nuestros, intentando que el ánimo no decaiga. Viendo series que nos permitan desconectar de una situación irreal que nos parece un mal sueño de una película catastrofista que todos hemos visto en alguna ocasión. Y en la que nos hemos convertido en los protagonistas, esperando despertar en algún momento y darnos cuenta de que solo ha sido una pesadilla y hemos retomado nuestra vida cotidiana.
Una vida cotidiana que no volverá a ser la misma, en la que no paramos de repetirnos que saldrán cosas buenas. En la que valoraremos las relaciones personales y el contacto directo como un bien preciadísimo. Los besos, los abrazos y los estrechamientos de manos serán más que nunca una necesidad. La vida social, la libertad de un paseo por el campo, de salir a correr, de ir a un centro comercial.
Cotidianidad en la que tendremos que apoyarnos más que nunca unos a otros, a todos aquellos que sobrevivamos al virus pero que no sobrevivan a la crisis económica que se avecinará. A todos los que hayan perdido a algún familiar en esta pesadilla. A aquellos que hayan enfermado y tenido que permanecer aislados y solos, con miedo. A todos los que no han podido ver a sus mayores en residencias durante días y días, sin saber si están bien. A todos los que han tenido que cuidar a sus enfermos en la distancia, a todos los que no han podido despedirse, ni siquiera velar, a sus muertos.
Porque todo volverá algún día a la normalidad. Una normalidad distinta, pero normal.