ESTOY en la impoluta consulta del neurocientífico David Amodio, en el departamento de psicología de la Universidad de Nueva York. En su gigante pantalla me enseña una masa de datos con la puntuación obtenida por personas que han realizado el Test de Asociación Implícita (TAI), que mide los prejuicios raciales que no podemos controlar conscientemente. Lo he hecho tres veces.
Los resultados que obtuve la primera vez mostraron que tenía una “fuerte preferencia automática” por los euroamericanos con respecto a los afroamericanos. No fue algo agradable de oír, pero es tremendamente común: el 51% de las personas que realizan el test demuestran tener prejuicios entre moderados y fuertes.
El test te pide que clasifiques rápidamente imágenes de rostros en dos categorías, “afroamericanos” o “euroamericanos”, mientras clasificas a la vez palabras (como demonio, feliz, horrible y paz) dentro de las categorías de “bueno” o “malo.” Rostros y palabras parpadean en la pantalla y pulsas una tecla lo más rápido posible para indicar la categoría adecuada. Mientras los rostros y las palabras van pasando, luchas por no cometer demasiados errores de clasificación.
Y entonces, de repente, tienes una sensación horrible. Cuando aparecen emparejados los rostros negros y las palabras “malas” te das cuenta de que clasificas más rápido, lo que quiere decir que las dos se relacionan más fácilmente en tu mente.
La opinión que tienes de ti es de alguien que lucha por no tener prejuicios, pero no puedes controlar estas reacciones instantáneas. Esto sugiere que los mensajes con sesgos racistas de la cultura que te rodea han anidado en tu cerebro.
No nacemos con prejuicios. Más bien, explica Brian Nosek, psicólogo de la Universidad de Virginia, los prejuicios recurren a “muchos mecanismos similares a los que ayudan a nuestro cerebro a dirimir entre lo bueno y lo malo.”
Hacemos constantemente clasificaciones. Tenemos que elegir de todo, desde un mueble a un animal, y estas clasificaciones las archivamos en carpetas de nuestro cerebro. Las hacemos de forma automática. En términos evolutivos, asumir que todas las setas son venenosas y que todos los leones nos quieren comer es una forma muy eficaz de manejar nuestro entorno. El problema surge cuando el cerebro utiliza un proceso similar para formar opiniones negativas sobre grupos de personas.
Buena parte de la investigación psicológica se centra en cómo las personas “esencializan” determinadas categorías, lo que se reduce a que dichas categorías tienen una naturaleza subyacente vinculada a cualidades inherentes e inmutables.
Como ocurre con otros atributos humanos (género, edad u orientación sexual, por ejemplo), la raza se suele esencializar de forma enérgica y errónea. Eso significa que cuando piensas en las personas de esta categoría, haces suposiciones rápida o automáticamente sobre sus características intrínsecas.
El esencialismo acerca de cualquier grupo de personas es dudoso —las mujeres no son intrínsecamente amables, los ancianos no son inherentemente débiles— y en lo que re refiere a la raza, la idea de que existen diferencias profundas y fundamentales ha sido rotundamente desacreditada por los científicos.
Incluso las personas que saben que no está bien esencializar la raza, no pueden evitar asimilar estereotipos generalizados de nuestra cultura.
Los humanos somos criaturas primitivas, que mostramos prejuicios contra los que percibimos como diferentes a nosotros y favoritismo hacia los que percibimos similares. Una simple explicación evolutiva es que cuantos más seamos en número, menos peligro correremos. Tienes más posibilidades de sobrevivir a un ataque de una tribu depredadora si aúnas fuerzas con tus compañeros. Y el miedo primitivo de los que no pertenecen al grupo también parece estar vinculado a los prejuicios raciales.
La investigación sugiere que una de las áreas clave asociadas a los prejuicios es la amígdala, una región pequeña y evolutivamente arcaica en mitad del cerebro, responsable de desencadenar la respuesta de lucha-o-huida. En situaciones interraciales, se explica, la activación de la amígdala se puede traducir en algo que va desde “una mirada más esquiva y más distancia social” hasta miedo literal o vigilancia de aquellos que pertenecen a otras razas.
La conclusión es que con el fin de eliminar los prejuicios, no podemos intentar acabar simplemente con el racismo manifiesto. Ni podemos reconstruir el cerebro humano, con sus asociaciones inmediatas y sus tendencias de grupo. La clave reside, más bien, en cambiar el comportamiento de las personas. Y eso sí se podría conseguir. En un amplio estudio, Brian Nosek, de la Universidad de Virginia, y sus colegas probaron 17 formas distintas de reducir los prejuicios inconscientes en el TAI.
Los participantes leyeron una historia evocadora en la que un hombre blanco asalta a uno de los participantes y un hombre negro lo rescata. Después realizaron el TAI y el resultado fue un 40% menos de prejuicios raciales que en el grupo de control. (Nota: los grupos en estos distintos estudios eran en su mayoría blancos; no había participantes negros).
Otro cambio exitoso consistió en hacer que las personas que no eran negras pensaran en modelos negros a imitar o se imaginaran jugando al “balón prisionero” con compañeros negros contra un equipo de blancos (que intentaban hacer trampa). En otras palabras, parece que nuestros instintos primitivos pueden incorporarse para reducir los prejuicios, si nos hacen ver a personas de otras razas como parte de nuestro equipo.
Los prejuicios se han instalado en nuestros cerebros. Y eso significa que todos tenemos la responsabilidad de reconocer dichos prejuicios y luchar por contrarrestarlos.
Esta vez, cuando hice el TAI, mis prejuicios incontrolables, aunque claramente presentes, estaban significativamente por debajo de la media de las personas blanca.
“Tú no eres 100% racista”, me asegura David Amodio.