Un miércoles por la tarde, en septiembre de 2013, Michelle Grainger y su esposo, Steve Le Goff, contemplaban la intensa lluvia que caía frente a su casa victoriana de dos pisos, en un conjunto de edificios históricos del pueblo de Salina, Colorado, a varios kilómetros al oeste de Boulder. Se preguntaban hasta qué punto arreciaría la tormenta. Hacía tres días que no dejaba de llover, y el Gold Run, un apacible arroyo que corría a 12 metros de la casa, se había vuelto un impetuoso torrente.
Creo que el agua va a llegar al garaje”, dijo Steve, de 51 años. Aun así, creían estar preparados para la crecida. Desde que en 2010 el incendio forestal del cañón Four Mile acabó con la mayoría de los árboles y gran parte de la vegetación de las laderas próximas a Salina, las autoridades habían advertido sobre el peligro de crecidas desastrosas.
Steve y Michelle, de 52 años, hicieron caso y cercaron la propiedad con 2.000 sacos de arena. Tendieron una cuerda de seguridad en un sendero que ascendía en zigzag por una cuesta, detrás de la casa, por si debían irse de noche. Sus mochilas estaban repletas de provisiones. No tenían más que poner la correa a sus perras, Lucy y Kayla, y meter en las jaulas a sus gatas, Izzie y Sophie, para irse a un lugar más alto y seguro.
El miércoles al anochecer las autoridades instaron a los vecinos a evacuar la zona. Algunos tramos del único camino que había en el cañón ya estaban inundados. Para quien quisiera irse en coche, quizá ésta fuera su última oportunidad.
A pesar de todo, Steve y Michelle decidieron quedarse. Ya habían aguantado otras inundaciones en el cañón y esperaban hacer frente también a ésta. Una cosa era prepararse para partir, y otra dejar su casa y sus pertenencias.
Sin embargo, les preocupaban sus vecinos. En la casa de enfrente, una cabaña de 28 metros cuadrados, Russell Brockway, un hombre de 87 años que tenía un marcapasos, también iba a quedarse; lo mismo que Doug Burger y Kay Cook, profesores de literatura jubilados de setenta y tantos años que vivían camino arriba.
Al lado, Eric Stevens, de 48 años, Michelle Wieber, de 50, y sus dos hijos adolescentes, Colton y Caleb, llevaban años restaurando una cabaña de troncos del año 1875, una de las primeras construcciones de Salina, y tampoco se irían fácilmente.
El torrente seguía creciendo. Al principio de la tarde el agua ya cubría el dique de sacos de arena de Steve y Michelle. La creciente arrastraba gruesos troncos y enormes rocas que obstruían alcantarillas y puentes. Tan fuerte era el ruido fuera de la casa, que la pareja apenas podía oír otra cosa. Salieron una vez para ir a casa de Doug y Kay, pero el aluvión se lo impidió.
A menos de 800 metros, en la pequeña estación de bomberos de Salina, Brett Gibson, jefe de bomberos de Four Mile, hablaba por teléfono con el Centro de Operaciones de Emergencia (EOC, en sus siglas en inglés) de Boulder. Durante el día, él y los demás jefes de bomberos del condado, se habían dado cuenta de que este no era un temporal común. Las inundaciones no son raras en la cordillera frontal de Colorado, pero el mal tiempo suele pasar en pocas horas. Esa borrasca llevaba demasiado tiempo sobre sus cabezas.
Hacia las 10 de la noche Gibson recibió una llamada del EOC.
—“Es el fin del mundo —le dijo el operador— ¡Va a ser una noche de mil diablos!”
“La mayoría de las comunicaciones del EOC son muy formales”, declaró Gibson después. “Por eso cuando dicen exabruptos sé que pasa algo grave”.
Gibson emitió en seguida la advertencia más urgente del departamento de bomberos a los vecinos, muchos de los cuales tenían estaciones de radio: “¡Vayan a un lugar alto cuanto antes. Hay peligro inminente de pérdida de vidas y viviendas. Todos los vecinos deben evacuar la zona!”.
Sin embargo, Steve y Michelle se quedaron. Cuando la mañana del jueves se aventuraron a la intemperie, la tormenta parecía estar amainando. La crecida había disminuido un poco. Sintieron alivio al encontrar el garaje intacto, aunque las alcantarillas y los puentes que comunicaban las casas con el camino principal estaban destruidos. No había electricidad, y el rugido ensordecedor del torrente seguía dificultando la comunicación.
Steve y Michelle fueron a casa de Eric y Michelle, y ambas familias idearon un plan. En el peor de los casos, los seis se refugiarían en la casa de huéspedes de Eric y Michelle, que estaba en la cuesta de atrás, seis metros arriba de la casa principal. Todos creían que la crecida no alcanzaría esa altura.
Satisfechos con el plan, Steve y Michelle volvieron a casa y se guarecieron con sus perras y gatas, a las que querían como si fueran su propia familia. Afuera, la lluvia era cada vez más intensa.
En la estación de bomberos, por una llamada al EOC hacia las 8:30 de la mañana, Gibson supo que la calma era pasajera. “Todo indicaba que el jueves sería aún peor”, dijo el jefe de bomberos. El Servicio Meteorológico Nacional, que rara vez abandonaba el tono institucional y técnico en sus comunicados, calificó la precipitación de “bíblica”.
Gibson trabajaba con diligencia para organizar los equipos de rescate, pero apenas entonces se supo la gravedad de la situación: las inundaciones no se limitaban a algunos cañones, sino que abarcaban 14 condados. El sheriff del condado de Boulder, el más afectado, declaró “zona catastrófica”, estableció un centro de operaciones en el aeropuerto de Boulder, la cabecera del condado, y reunió recursos, entre ellos dos helicópteros Black Hawk, varios equipos de rescate especializados en crecidas, y decenas de brigadistas de búsqueda y salvamento.
El vecino de Steve y Michelle, Russell Brockway, había pasado la noche en un cobertizo diminuto, encaramado nueve metros cuesta arriba de su cabaña. Por la mañana llegaron algunos equipos de rescate para evacuar a los vecinos de Salina, incluido Brockway.
A media mañana del jueves la lluvia arreció y el Gold Run se desbordó. Lo que momentos antes no era más que una copiosa crecida, se convirtió en una pared de agua, lodo, troncos y rocas de seis metros de altura que caía por el cañón.
Siguiendo el curso del cañón, el alud atravesó el corazón de Salina arrancando de sus anclajes unos enormes tanques de propano. Bamboleándose y siseando violentamente, los tanques llenaron el cañón de una niebla blanca y picante. Árboles centenarios se partían como palillos de dientes.
Cuesta abajo, Steve y Michelle, Eric, Michelle y sus hijos, pusieron en marcha su plan de emergencia: refugiarse en la casa de huéspedes de Eric y Michelle.
Las dos familias se hacinaron en la pequeña construcción para pasar la noche y dieron cobijo a otra vecina, Gurpreet Gil, y su gato.
Steve, Michelle, Gurpreet, las perras y los gatos se instalaron en la sala de estar. Eric y Michelle ocuparon una cama blanca de hierro forjado en la parte trasera de la casa. Los muchachos subieron al desván. El grupo pensaba salir temprano a buscar ayuda tomando el escarpado sendero que subía a la cima del monte. Steve y Michelle se acostaron en el suelo con los animales, cubiertos con mantas. Michelle se dejó puestas las botas de montaña y el parka por si tenían que irse de improviso.
Demasiado nerviosa para dormir, Gurpreet se quedó en la puerta que comunicaba la cocina y la sala, pendiente de la evolución del temporal. Hacia la medianoche, Steve oyó “tres golpes fuertes” y se levantó de un salto. Un alud inmenso había derribado la pared trasera de la casa e irrumpió en la alcoba donde dormían Eric y su esposa. Steve oyó gritos, pero sin electricidad y en medio del fragor de la tormenta, no supo de dónde venían.
El lodo y el agua atravesaron una muro interior, levantaron a Steve y lo arrastraron hacia la parte delantera de la casa. Al acercarse a la puerta principal, se aferró a ella poniendo los pies a ambos lados del marco, mientras lodo, agua, rocas y troncos se amontonaban debajo de él.
Entonces el alud arrastró a Michelle, Gurpreet y los cinco animales por la sala de estar. Los escombros se amontonaron en un rincón de la habitación hasta que al fin derribaron el muro delantero.
Los animales desaparecieron, sepultados, pensó Steve, en una capa de lodo de entre 1,20 y 1,50 metros de altura que entró en la casa. Gurpreet estaba en la cocina en apariencia ilesa. Los muchachos habían rodado hasta la mitad de la escalera del desván y llamaban a gritos a sus padres.
En la casa seguía entrando un flujo de agua y lodo, y Steve comprendió que no tenía por dónde salir. Abrió a puntapiés la puerta principal y así salió parte del aluvión. A pesar del caos, lo invadieron una tranquilidad y una fuerza física extraordinarias. Viéndose libre y sin heridas evidentes, empezó a escarbar en el lodo que aprisionaba a su esposa hasta el pecho.
— “¡No quiero morir así!”, gritó Michelle.
— “¡No vas a morir!”, le contestó él.
Pero el lodo y los desechos parecían cemento entre las enormes rocas. Hundió las manos en el barro y empezó a tirar de los escombros. No tenía noción del tiempo. Finalmente, pudo hacer palanca con las rocas que aprisionaban a Michelle y la liberó hasta la cintura.
Entonces vio una pata de perro que sobresalía de un montón de lodo. Escarbando otra vez, desenterró a Kayla. Se la entregó a su mujer y siguió excavando a su alrededor. Ella sacó puñados de barro del hocico de Kayla y, por impulso, le hizo la respiración boca a boca. Kayla parpadeó y abrió los ojos.
—“¡Está viva!”, gritó Michelle a Steve.
—“¡Muy bien!. Ayúdame a escarbar”, dijo él con ansiedad. Michelle puso a Kayla a un lado y empezó a quitarse el barro que le aprisionaba las piernas. Cuando se liberó, buscó a Kayla, pero la perra había desaparecido.
En el dormitorio, Eric estaba sepultado hasta el cuello y atrapado por las sábanas de la cama. Le corría agua turbia por encima. Su esposa, mientras le alzaba la cabeza para que no se ahogara, llamaba a gritos a los demás.
Gurpreet juntó varios utensilios de cocina para excavar y se los dio a Steve y Michelle. Muchos no sirvieron más que para partirse por la mitad. Además, los montones de escombros dejaban muy poco espacio para moverse. Temiendo que la casa se viniera abajo, Michelle Grainger llevó a Colton y a Caleb a casa de Gurpreet, en donde entró rompiendo una ventana. Gurpreet logró comunicarse por su móvil con un operador del número de emergencias, quien le dijo que no podría enviarle ayuda hasta que amaneciera.
En el centro de operaciones de Gold Hill, Brett Gibson supo del alud de barro, pero no podía hacer nada. “Fue una de las peores noches que he pasado jamás”, recordó. “Son mis amigos, pero habría sido un crimen enviar un equipo de rescate en esas condiciones”.
Michelle subió corriendo el sendero que había detrás de su casa y llegó a casa de un vecino donde se habían refugiado otros habitantes de Salina. En el camino se encontró a Kayla, y luego, con gran sorpresa, a Lucy, toda cubierta de lodo, pero viva.
Michelle les describió a los vecinos la situación de su esposos y los otros vecinos. Un hombre la siguió de regreso a la casa de huéspedes para ayudar a desenterrar a Eric. Los equipos de rescate tardaron tres horas en liberarlo. Por fin, a las tres de la mañana, los maltrechos supervivientes ascendieron penosamente hasta la casa intacta del vecino, donde tomaron sopa mientras tiritaban con las ropas empapadas. Más tarde Michelle se enteró de que tenía rotas dos costillas y una fractura por compresión en la espalda, pero la descarga de adrenalina le había quitado el dolor temporalmente.
Entre la noche del miércoles y la del jueves hubo 23 cm de precipitación en la zona de Salina, el doble de la marca anterior. En total, las inundaciones y aludes de barro causaron daños por miles de millones de dólares y ocho muertes, ninguno de ellos en Salina, por increíble que parezca. La mañana del viernes, cuando la tormenta por fin amainó, empezaron a trabajar los equipos de rescate, entre ellos seis helicópteros que trabajaron sin parar durante cuatro días.
Más tarde, ese mismo viernes, Steve y Michelle, impresionados y doloridos, regresaron a su casa, que había resistido lo peor. El garaje estaba todo encenagado, pero sus preparativos habían dado resultado. Cuando inspeccionaron la casa de huéspedes donde habían estado a punto de morir la víspera, encontraron a Sophie, con una pata rota, bajo un montón de muebles de jardín. Solo Izzie seguía desaparecida.
Al otro día se iba a trasladar en helicóptero a los demás supervivientes de Salina a Boulder. Antes de partir, Steve y Michelle hicieron un último intento de encontrar a Izzie. Deambulando por el bosque detrás de la casa de huéspedes, Michelle oyó un débil maullido. Cuando llamó a Izzie, el maullido se intensificó. Por fin, la gata salió del bosque y saltó a los brazos de Michelle.
Pocas horas después, la pareja avanzó por un claro donde un Black Hawk del ejército los esperaba. Los helicópteros rara vez rescatan animales, pero ese día hicieron una excepción. Con Michelle, Steve, las perras y las gatas a bordo, el Black Hawk despegó y las nubes descubrieron el primer trocito de cielo azul en más de una semana. El helicóptero voló sobre los cañones devastados, llevando a los supervivientes a Boulder, donde iniciarían su larga recuperación.