Pero un equipo de investigadores de la Universidad de California en San Francisco (UCSF), dirigido por la bioquímica australiana Elizabeth Blackburn, ganadora de un Premio Nobel, está realizando estudios muy serios que indican que la meditación podría ralentizar el envejecimiento y alargar la vida.
A Blackburn siempre le ha fascinado cómo funciona la vida. Dice que se interesó en la bioquímica porque ofrece una comprensión completa y precisa, “en forma de conocimiento profundo de la subunidad más pequeña posible de un proceso”.
En los años 70, cuando trabajaba con el biólogo Joe Gall en la Universidad de Yale, Blackburn descubrió una estructura protectora de los cromosomas de un organismo unicelular de agua dulce llamado Tetrahymena. Esas estructuras, posteriormente llamadas telómeros, se encontraron también en las células humanas. Protegen los extremos de nuestros cromosomas cada vez que las células se dividen, pero se acortan un poco con cada división.
En los años 80, mientras realizaba una investigación con la estudiante de posgrado Carol Greider en la Universidad de California, en Berkeley, Blackburn descubrió la telomerasa, una enzima que protege y restaura los telómeros. Aun así, éstos se acortan con el paso del tiempo y, al llegar a cierto punto, las células empiezan a funcionar mal y pierden la capacidad de dividirse, fenómeno que hoy se considera clave en el proceso de envejecimiento. Por este hallazgo, a Blackburn se le concedió el Premio Nobel de Medicina en 2009.
En el año 2000 la científica recibió una visita que cambió el rumbo de sus investigaciones. Elissa Epel, estudiante posdoctoral del departamento de psiquiatría de la UCSF, le hizo una propuesta inesperada. “Me interesaba la idea de examinar el interior de las células a fin de medir el desgaste ocasionado por el estrés y la vida cotidiana”, recuerda Epel, actual directora del Centro de Envejecimiento, Metabolismo y Emociones de la UCSF. Tras leer los estudios de Blackburn sobre el envejecimiento, se preguntó si los telómeros podrían ser la pieza clave.
Le pidió ayuda a la bioquímica para realizar un estudio con madres de niños con enfermedades crónicas. Consistía en preguntar a las madres cuánto estrés sentían al cuidar a sus hijos, y luego averiguar si había una relación entre su estado anímico y el largo de sus telómeros. Colaboradores de la Universidad de Utah medirían la longitud de los telómeros, y el equipo de Blackburn, el nivel de telomerasa.
Hasta ese momento las investigaciones de Blackburn consistían en experimentos de laboratorio. El estudio de Epel iba a hacerse con personas.
“Para mí, era un mundo totalmente distinto”, cuenta la bioquímica. Al principio tenía dudas de que fuera posible hallar un vínculo relevante entre el estrés y los telómeros. Se consideraba que el factor determinante de la longitud de éstos eran los genes, y la idea de que pudieran medirse las influencias psicológicas era controvertida.
Al principio tomaron muestras de sangre de 58 mujeres divididas en dos grupos, uno de madres estresadas y el otro de control. Los resultados fueron clarísimos: cuanto más estrés decían sentir, más cortos eran sus telómeros y más bajo su nivel de telomerasa. Los telómeros de las mujeres más agobiadas correspondían a los de una persona 10 años mayor, en comparación con las menos estresadas, y su nivel de telomerasa estaba a la mitad. Era el primer indicador de que el estrés no solo daña nuestra salud: también nos envejece.
Cuando se publicó el estudio en Proceedings of the National Academy of Sciences, en 2004, fue objeto de una cobertura muy amplia.Robert Sapolsky, destacado investigador en la Universidad de Stanford, describió el hallazgo como “un salto a través de un inmenso cañón interdisciplinario”.
Muchos investigadores se mostraron escépticos al principio. “La conclusión del estudio era arriesgada en aquel tiempo y, para algunos, dudosa”, explica Epel. “Los seres humanos nacemos con telómeros cuya longitud varía mucho en cada individuo. Además, ¿cómo probar que podemos medir algo psicológico o conductual —no genético— y que eso determina el largo de nuestros telómeros? En la década anterior, este campo de investigación aún no había llegado a ese punto”.
El hallazgo de Epel y Blackburn desató un alud de estudios. Desde entonces, los investigadores han correlacionado el estrés con telómeros más cortos en mujeres sanas, así como en cuidadores de enfermos de Alzheimer, víctimas de maltrato familiar y traumas de infancia, y personas con depresión grave o estrés postraumático. “No tengo ninguna duda de que el ambiente influye de algún modo en la longitud de los telómeros”, dice Mary Armanios, especialista en genética clínica de la Facultad de Medicina de la Universidad Johns Hopkins, quien estudia las anomalías de los telómeros.
Los estudios de laboratorio muestran que la hormona del estrés cortisol reduce la actividad de la telomerasa, mientras que el estrés oxidativo y la inflamación, efectos fisiológicos del estrés psicológico, al parecer dañan los telómeros directamente. Hay un vínculo entre telómeros cortos y problemas de la edad, como osteoartritis, diabetes, obesidad, enfermedades cardiacas, Alzheimer y apoplejía.
La gran duda de los investigadores ahora es si los telómeros son indicadores inocuos de los daños asociados con la edad (como las canas, por ejemplo), o si desempeñan algún papel en la aparición de problemas de salud por la edad. Las personas que presentan mutaciones genéticas que afectan a la telomerasa, y que tienen telómeros mucho más cortos de lo normal, padecen síndromes de envejecimiento acelerado, y sus órganos fallan paulatinamente. Sin embargo, Armanios se pregunta si los acortamientos menores en la longitud de los telómeros causados por el estrés inciden en la salud, especialmente en vista de que esa longitud varía mucho entre las personas desde el principio.
No obstante, Blackburn dice que cada día se convence más de que los efectos del estrés cuentan. Varios estudios indican que los telómeros son predictores de salud. Uno de ellos reveló que hombres mayores cuyos telómeros se habían acortado en un periodo de dos años y medio eran tres veces más propensos a morir de una enfermedad cardiovascular en el transcurso de los nueve años siguientes que aquellos cuyos telómeros conservaron la longitud o se alargaron.
Blackburn está colaborando con Kaiser Permanente, empresa de servicios de salud del norte de California, a fin de medir los telómeros de 100,000 personas. Lo que se espera es que la longitud de los telómeros y los datos de los genomas e historiales clínicos de los voluntarios revelen más vínculos entre el largo de los telómeros y la enfermedad, así como otras mutaciones genéticas que afectan esa longitud. Según Blackburn, los datos —que no se han publicado todavía— muestran que a medida que la población envejece, la longitud promedio de los telómeros se reduce, pero entre los 75 y 80 años la curva vuelve a ascender conforme las personas que tienen los telómeros más cortos van muriendo. Esto prueba que quienes tienen telómeros más largos son más longevos.
“Si hace 10 años me hubieran dicho que estaría pensando seriamente en la meditación, habría respondido que ni loca”, declaró Blackburn a The New York Times en 2007. Sin embargo, su trabajo la ha llevado a ese terreno. Desde el primer estudio que realizó con Epel, ambas han colaborado con equipos de investigación de varias zonas del mundo, principalmente en estudios sobre formas de proteger los telómeros de los efectos del estrés. Los resultados indican que el ejercicio físico, una alimentación saludable y el apoyo social ayudan, pero uno de los medios más eficaces es la meditación.
Blackburn y sus colaboradores enviaron a los participantes de un estudio a meditar al retiro de montaña Shambhala, en el norte de Colorado. Los que concluyeron el curso, de tres semanas de duración, tenían niveles de telomerasa un 30 por ciento más altos que un grupo equivalente de sujetos que estaban en lista de espera. Un estudio piloto de cuidadores de personas con demencia senil reveló que los voluntarios que realizaron una antigua meditación cantada llamada kirtan kriya, durante 12 minutos al día por espacio de ocho semanas, tenían una actividad mucho mayor de telomerasa que los del grupo de control, quienes escucharon música relajante.
Hay varias hipótesis, pero lo más probable es que reduciendo el estrés se podrían fortalecer los telómeros. Meditar exige una respiración lenta y regular, lo que puede relajarnos y tener también el efecto psicológico de combatir el estrés, pues nos ayuda a apreciar el presente.
“Es muy valioso ser plenamente consciente de lo que haces y de tus interacciones, pero muy difícil hoy por las múltiples tareas que realizamos a la vez”, dice Epel.
En general, el enfoque metódico de Blackburn le ha valido una admiración reticente. “Hace lo suyo de una forma prudente y sistemática”, dice Edzard Ernst, de la Universidad inglesa de Exeter, especialista en evaluar terapias complementarias mediante rigurosas pruebas controladas.
Otros no están tan impresionados. El oncólogo David Gorski, reconocido crítico de la medicina alternativa, opina que los resultados preliminares de esos estudios se están exagerando.
Blackburn atribuye tal escepticismo a que la meditación se desconoce y se asocia con prácticas espirituales.
Sara Lazar, neuróloga de la Universidad de Harvard que estudia los efectos de la meditación en la estructura del cerebro, apunta: “Cuando la meditación llegó a Occidente en los años 60, quedó asociada con la cultura hippie y las drogas. La gente piensa que se trata de alucinaciones”. Pero los investigadores están introduciendo prácticas como la reducción del estrés y la terapia cognitiva basadas en la atención plena, y observan que tienen numerosos beneficios para la salud, como el descenso de la tensión arterial y el alivio de la depresión.
Las tradiciones meditativas, desde el budismo hasta el taoísmo, creen que la presencia de ánimo fomenta la salud y la longevidad. Un estudio de 239 mujeres sanas mostró que aquellas cuya mente divagaba menos —el objetivo principal de la meditación de atención plena— tenían telómeros mucho más largos que aquellas cuyos pensamientos se desbocaban.
Blackburn opina que la meditación es un tema de estudio válido, siempre y cuando se usen métodos sólidos.Ella misma la probó en un retiro. “Me encantó,” dice. Cree que periodos cortos de meditación agudizan su mente y le ayudan a evitar la distracción.
Algún día, la información contenida en los telómeros podría servir a los médicos para prescribir medicación específica. Por ejemplo, la actividad de la telomerasa indica quién responderá a los medicamentos contra la depresión grave, mientras que la longitud de los telómeros incide en los efectos de las estatinas.
A Blackburn le interesa más determinar cómo los telómeros podrían ayudar a la gente de modo directo, mediante la adopción de hábitos que reduzcan el riesgo de contraer enfermedades. La medicina ortodoxa nos informa sobre el riesgo de contraer ciertos problemas: el colesterol alto es una advertencia de cardiopatías, mientras que un nivel elevado de glucosa lo es de diabetes. La longitud de los telómeros, en cambio, nos ofrece una idea general de nuestra edad biológica. Poner una cifra concreta a nuestro estado de salud podría incentivarnos a cambiar de hábitos.
Un creciente número de estudios indica que el estrés derivado de la adversidad y la desigualdad constituye una fuerza que erosiona esas estructuras protectoras. Las personas que no han terminado sus estudios o que sufren maltrato tienen telómeros más cortos y, según los estudios, también se relaciona con un bajo nivel socioeconómico, trabajo a turnos, barrios ruidosos y contaminación ambiental. Quienes mayor riesgo corren son los niños: padecer maltrato y adversidad a temprana edad acorta los telómeros.
“Los estudios lo demuestran: la maquinaria del envejecimiento se forma en las primeras etapas de la vida”, insiste Epel. “Si hacemos caso omiso y seguimos tratando de poner solo tiritas, nunca lograremos hacer más lento el ritmo del envejecimiento”