Papá, ¿podemor ir a Bali este verano?” Rubia, de ojos azules, con apenas nueve años, mi hija casi siempre puede hacerme decir “sí” antes de escuchar ni siquiera lo que me pide.
Era la hora del almuerzo y Rushka acababa de llegar del colegio. Mi mujer Annemarie y yo trabajábamos desde casa, así que casi siempre comíamos con los niños.
Esta vez me contuve de decir “sí”, sorprendido de que conociera el nombre de esta isla tropical en Indonesia y sabiendo de antemano que unas vacaciones allí nos dejarían en bancarrota.
“¿Por qué quieres ir a Bali?”, pregunté.
“Jonathan Albert va a ir”. Ese era el tipo de barrio en el que vivíamos, donde a los niños les ponían dos nombres y una ventaja de inicio en la vida.
“Bien. ¿Y qué va a hacer Jonathan Albert allí?” Sus ojos se iluminaron: “¡Ah! Pues va a ir a la playa y a… a un parque temático y… es muy bonito”.
“¿Sabes dónde está Bali?”, pregunté.
“No”, contestó muy ofendida.
Mi mujer y yo intercambiamos miradas. Lo que menos nos preocupaba eran las vacaciones de verano. Como siempre estábamos en casa, no teníamos necesidad de reencontrarnos como familia una vez al año. El tiempo de calidad era nuestra rutina.
Miré a Rushka y a su hermano Yashar, de 11 años, y dije: “Mirad, voy a hacer un trato con vosotros. No vamos a volar al otro lado del mundo para tirarnos en la playa o para ir a un parque temático”.
“Lo que haremos es esto: si me dais una buena razón para visitar un lugar, iremos. Pero mientras no lo hagáis, solo iremos a lugares divertidos aquí, cuando tengamos ganas, ¿de acuerdo?”
Rushka estaba radiante. También Yashar, pero por otras razones. Era bastante sabio para esperar un día pero, 48 horas después de que su hermana formulara su pregunta, él hizo la suya: “Mamá, papá, ¿podemos ir a Roma?”
Ya no había vuelta atrás. “¿Por qué quieres ir a Roma?”, le pregunté. Lo que siguió fue una explicación extensa de sus deseos de aprender latín en el colegio y su auténtica necesidad de ver dónde habían vivido los antiguos romanos. No podría haber dicho “no” aunque hubiera querido. Mi mujer me dirigió una mirada que decía: “Tú te metiste en esto, es tu problema”.
“Muy bien”, dije, “¿qué piensa Rushka de esto?”
“¿Qué hay en Roma?”, preguntó Rushka.
“Bueno, es una gran ciudad en Italia y…” había escuchado suficiente.
“¡No!”, dijo.
“¿Entonces qué quieres hacer?”
Nos dio una lista de lo que serían sus vacaciones de ensueño: “Me gustaría ir en avión y en barco… ir a la playa… y…”
Cuando los chicos se fueron al colegio nos sentamos a pensar qué hacer. Como gran admirador de Roma, yo tenía una clara preferencia. A Annemarie nunca le entusiasmaron las grandes ciudades. En algún momento, uno de nosotros hizo una sugerencia de la que nunca nos hemos arrepentido. “¿Y si viajamos separados?” Yo llevaría a Yashar a Roma una semana y las chicas podrían ir a la Isla de Man en avión y barco. A ambos niños les encantó la idea.
Reservé un pequeño apartamento en el corazón de Roma y me fui con un niño de 11 años. Era julio y hacía mucho calor, pero caminamos por todos lados. En nuestra primera tarde nos sentamos a la mesa fuera de un pequeño café enfrente de la calle del Coliseo para disfrutar el momento. Había estado allí por lo menos cinco veces, pero nunca así. Yashar disfrutó cada segundo del viaje y yo también.
Durante los días siguientes, le mostré a Yashar todo lo que había que ver, desde la Via Appia hasta el Vaticano. Pasamos la semana comiendo y bebiendo en cafés al aire libre, admirando a las chicas italianas, charlando sobre la vida y afianzando nuestra relación como nunca lo habíamos hecho.
Dos días después de volver de nuestro viaje, las chicas se fueron a Isla de Man. Cuando regresaron nos contaron miles de historias y nos enseñaron muchas fotografías. Lo mejor de todo fue estar juntos de nuevo. “No os hemos echado de menos”, mintieron las chicas. “Nosotros tampoco”, mentimos en respuesta.
Se convirtió en una tradición. Nos turnábamos. Fui a Irlanda con Rushka, a Alemania con Yashar, a Islandia con Rushka, a Grecia con Yashar. Significaba dedicar el 100 por cien de la atención a un solo hijo durante algunos días.
A medida que fueron creciendo, los viajes nos ayudaron a madurar la relación con nuestros hijos. Nos convertimos en amigos de viaje, charlando durante las horas de espera en los aeropuertos, en los paseos a pie y por carretera, cada vez más de igual a igual. Para mí, ese es el premio más valioso que he obtenido de aquella elección inusual de separarnos para vacacionar.
Yashar, que ya tiene 26 años, se fue a la universidad y dejó el hogar cuando tenía 20, pero el año pasado se fue conmigo de excursión a pie por Grecia, mientras que Annemarie y Rushka, de 23 años, fueron a practicar paracaidismo a las Islas Canarias.
Hace un tiempo, mientras cenábamos los cuatro, Rushka hizo una propuesta revolucionaria: “¿No sería divertido irnos los cuatro juntos a algún sitio, antes de que ambos nos vayamos de casa?” Annemarie y yo nos miramos y reímos. “Sí”, dijimos al mismo tiempo. Así que eso es lo que planeamos.