Es difícil hablar con los padres a veces. Los papeles que esperamos que jueguen nuestros padres —protectores, proveedores— pueden hacerlos impenetrables.
Así era con mi padre. Nunca fue muy hablador. Rara vez bebía, así que nunca lo vimos relajado y suelto después de unas cervezas. Nunca contaba historias de sí mismo en la mesa o cuando salíamos a pasear por el parque. Era una persona reservada y parecía querer seguir siéndolo. Las preguntas que tenía sobre su vida antes de que yo naciera: sus primeros sueños y esperanzas, sus amores y desamores, parecían demasiado para nosotros, ni hablar de compartir mis propios sentimientos. No era mi intención amenazar la integridad de su caparazón. Me había acostumbrado a ella, y me hacía sentir seguro.
Pero cuando mi relación y mi carrera se desmoronaron al mismo tiempo hace un año, las cosas tenían que cambiar. Necesitaba que mi padre se mostrara como era para que pudiera verlo como un mortal. Yo tenía serias dudas sobre mi propia naturaleza, y quería saber que él también las había tenido. Necesitaba saber cómo había encontrado su camino, porque yo sentía como si hubiera perdido el mío.
En un momento de intensa desesperación, se me ocurrió que un correo electrónico podría ser la clave. Se puede elaborar lenta y cuidadosamente. Podría hablar a una distancia cómoda y darle espacio para responder. Él estaría en su oficina —su “cubículo”, en palabras de mi madre—, una cómoda fortaleza de estanterías, polvorientos CD-ROMs y montones de periódicos viejos. Yo estaría en mi mesa en un apartamento a 20 minutos de distancia, en el centro de Toronto.
Así que le escribí un correo. Le hablé de mis penas y miedos, y le pedí que respondiera, si le apetecía, y compartiera algo de sí mismo, algo que me diera la muy necesaria perspectiva sobre las vidas de ambos.
Dos semanas más tarde, apareció en mi bandeja de entrada: un documento escaneado de tres páginas, con el título escrito a mano en las mayúsculas distintivas de mi padre: “LAS CHICAS QUE ME GUSTABAN, POR LUIGI. C.” Papá, un técnico informático jubilado de 68 años y abuelo de cuatro nieto, había considerado cuidadosamente mi mensaje, buscado en su memoria y elaborado una respuesta, su historia de amor, nostalgia, duda, lucha y perseverancia.
Me enteré de la chica número 1 (había más de las que me habría imaginado nunca), Angela Scattarelli, que vivía en la casa de al lado. “Siciliana”, estaba escrito entre paréntesis al lado de su nombre. Él había “intentado, pero nunca tenido el valor suficiente” para invitarla a salir. Más de 40 años después, todavía está en la lista.
Había chicas desde sus días como reponedor en un supermercado al este de Toronto, como Michelle, una cajera “inglesa”. Papá escribió: “Cuando sonó la campana para los recaderos, traté de ser el primero”. Su primer beso se lo dio Michelle —tras varias citas, en el coche de su padre— pero ella decidió volver con un ex novio. Aun así, ¡era un progreso!
Después de unas cuantas chicas “inglesas”, volvió a salir con “paisanas”. Debió ser difícil para mi padre salir con chicas de otra cultura. A pesar de llegar a Canadá a los 10 años, se había instalado en una comunidad de inmigrantes. Los pocos amigos que tenía eran en su mayoría italianos, y las familias pasaban mucho tiempo visitando a familiares. Con las chicas “inglesas”, el choque cultural debió ser en ambos sentidos.
Algunas de las italianas solo aparecían con nombre o apellido, junto a escasos detalles. El destino de esas mujeres iba de lo cómico (“Más tarde la vi en una boda, casada con un tipo alto”) a lo trágico (“Volvió a Italia para casarse; nos enteramos más tarde de que había muerto en el parto”).
Entonces llegó la entrada final, la número 10: Antonietta Larocca. Acaparó la mayoría del espacio, con detalles sobre cómo se habían conocido (“a través de mi tía Antonietta y el tío Rocco”), lo que hacían (en una cita, ir al cine a ver Sueños de un seductor) y las “muchas llamadas telefónicas desde una estación de metro después del trabajo”. La lista terminaba con una línea entusiasta: “Antonietta y yo prosperamos. ¡¡¡Y aquí estamos en 2014 y todavía enamorados!!!”
Nunca había dudado del vínculo de mis padres. Estaba en el beso que se daban en Navidad (el único beso que presenciábamos en todo el año), o en la forma en que sonreían por algo que el otro había dicho, incluso cuando discutían. Pero estaba viendo su amor por escrito, con su letra, y en el contexto de una vida que podría haber seguido uno de los muchos caminos no tomados en la lista de papá.
Cerré el email y me puse a llorar. Lloré porque me habría gustado haberme abierto antes, pero estaba agradecido de que no fuera demasiado tarde, y porque pensaba que lo conocía y ahora me daba cuenta de que había muchas cosas que no había descubierto sobre él. Lloré porque sentía que no había sido capaz de preguntarle nada de importancia sobre su vida en todo este tiempo; en cambio, me había enfocado en no compartir con él nada sobre mí mismo. Lloré porque a los 33 años, en medio de mis propias batallas, su carta me tranquilizó al instante. Y lloré, porque al final, era tan simple como pulsar “Enviar”.
Desde entonces hemos tenido muchos intercambios de correo electrónico. He preguntado sobre su infancia y su relación con sus propios padres. Algunos días incluso puedo preguntarle cosas cara a cara sin que se me haga un nudo en la garganta. Mejor aún, de vez en cuando me cuenta historias sin que se lo pida, como esa vez en que él y su amigo Antonio faltaron al colegio para ir al cine (aunque los descubrieron al día siguiente cuando Antonio confesó todo).
Y estoy hablando de más, también. Mis problemas no se han resuelto mágicamente, pero conocer mejor a mi padre y aprender a quererlo más ha hecho los malos momentos más manejables y la vida más dulce. Es difícil hablar con los padres a veces. Me alegro de haber encontrado una manera de hablar con el mío.