Cierro los ojos y dejo que el sonido de las olas me acune. He dejado el libro sobre mi pecho y ahora baila al ritmo de mi respiración. Quiero disfrutar de este presente, la vida, ese regalo, ese milagro diario del despertar. Me siento completa, llena, tranquila, feliz. En un lugar idílico con mi compañero de aventuras. Si abriera los ojos me mostrarían unas playas de ensueño con arena fina y cocoteros. Dejo que el recuerdo de estos días pasados me envuelva. Me siento como un panel solar que absorbe los rayos para obtener energía. Y sé que voy a necesitarla,
voy a necesitar esa fuerza. Un sexto sentido...
Entreabro los ojos y me muestran el paisaje paradisiaco de Hawái. En breve cogeremos varios vuelos hasta aterrizar en Madrid. En un par de días sabré si mis temores son fundados.
Volando a Europa
ya en el avión, sobrevolando el continente americano, puedo leer los mensajes que se han descargado al aterrizar. Conversaciones de amigos, familiares, compañeros que desde Europa comentan el avance del virus.
Minutos después de nuestro embarque, el siguiente vuelo despega rumbo a Madrid. ¡Ya solo nos queda un océano que cruzar para estar en casa! Algo me resulta diferente. Salpicados de forma aleatoria se ven pasajeros con mascarillas. La mayor parte tienen rasgos asiáticos.
Un día que empieza
por fin una noche todos juntos; bueno, casi todos. Siempre me falta mi hija. Desde que se fue hace ya catorce años, mi vida está incompleta.
El protagonista de la conversación con mis tres hijos es ese virus de Wuhan que amenaza con convertirse en pandémico. Compartimos con ellos el temor de que no dejen entrar a su padre en Arabia Saudí, donde ahora tiene su puesto de trabajo.
El grupo de WhatsApp de mis compañeros de promoción echa humo. Los mensajes se amontonan compartiendo la desesperación de ver que cada vez hay más pacientes con esa nueva infección para la que no existe ningún protocolo de actuación.
Desde el otro lado del control de pasaportes me despido de mi marido agitando el brazo. Puede que vuelva en abril, si no es así, hasta mayo no nos reuniremos. No lo llevamos mal. La tecnología aleja a los cercanos, pero acerca a los que están lejos. Al ver cómo ya ha pasado el control de aduanas respiro parcialmente aliviada.
Me da muchísima pereza ir ahora al hospital. Pero he molestado a los antiguos compañeros de mi marido para que me repitan el estudio mamográfico. Tengo la tentación de posponer la prueba. Pero ese sexto sentido, esa desazón que me invadía en las playas de Maui inclina la balanza a favor de la revisión. Me dirijo al hospital 12 de Octubre. Quiero cerrar el capítulo de mi revisión. No soy consciente de que estoy abriendo uno nuevo en mi vida.
Tengo cáncer
me recibe una técnico de rayos. Me identifica como la mujer del médico con el que trabajó durante muchos años y me pregunta por él y su vida en esas tierras de Alá donde ahora ejerce.
—Temo que hayan visto algo malo —le comento. Ella quita importancia al asunto. Para asegurar que todo está bien van a hacerme una tomosíntesis. Aprieto los labios y aguanto la molestia. Minutos después llega la radióloga. Quiere hacerme una ecografía para completar el estudio. Comienza la exploración con gesto serio.
—Se ve algo que antes no estaba, no te lo voy a ocultar —comenta finalmente. Noto que mi cuerpo se estremece. Cierro los ojos. La médico permanece callada. No quiere que adelante acontecimientos. Habría que “biopsiar” el nódulo. La médico insiste en que me vaya a casa, descanse, lo hable con los míos y espere a la cita. Le recuerdo que soy médico. Cambia su actitud inicial, se dirige a mí como profesional y me aporta datos que son esperanzadores.
Me biopsian
no me hacen esperar mucho. De nuevo las enfermeras se interesan por mi marido y nuestra vida en Riad. Se agradece tener un tema al que agarrarse y que el cáncer no se haga protagonista de la conversación. Son extremadamente cariñosas.
Visualizo el peor de los escenarios y las lágrimas de nuevo inundan mis ojos. —Mi familia ya ha tenido su dosis de sufrimiento —comento, haciendo referencia a la enfermedad de nuestra pequeña. Observo lágrimas en una de las enfermeras.
—No soy justa —me digo. No quiero hacer sufrir más de la cuenta a los que me rodean.
Los resultados de la biopsia tardarán como mínimo una semana. Escucho atenta las instrucciones de la enfermera para evitar hematomas u otros problemas tras la intervención.
Ayudada por todos
mi hijo mayor me cuenta por Whats-
App que se ha ido a comprar. Me comenta cómo medio barrio se ha congregado en Mercadona haciendo acopio de todo tipo de víveres. Un escenario de película con gente corriendo, vaciando estantes, llenando los carros de papel higiénico y comprando alimentos. No quiero participar de la histeria colectiva que parece que se está extendiendo por Madrid. Acuerdo con mi hijo que compre lo indispensable para un par de días.
Escribo a la profesora de baile. No puedo ir esta tarde a flamenco. Le adelanto que no creo que pueda acudir en unos meses. La primera persona en saber que tengo cáncer ni siquiera sabe cómo me apellido. Apenas me conoce, pero ha sido muy cariñosa.
Me llaman al móvil. Es mi marido. Ha aterrizado en Londres y está a punto de embarcar rumbo a Riad. Me pregunta por el resultado de la mamografía. Le miento. Cuelgo y cierro los ojos. No tengo ninguna duda de a quién quiero llamar para comunicarle mi diagnóstico. Busco en contactos a Anabel. Es mi amiga de la universidad, compañera con la que compartes horas de estudio y diversión y confidente en años de juventud. Es oncóloga y trató el cáncer de mama de mi madre el año pasado. Me pone al día de los últimos tratamientos según el tamaño y el tipo de tumor. Habrá que esperar. Es un lujo contar con ella. Le pregunto si debo trasladarme al hospital de La Princesa.
—Quédate ahí —responde muy segura— aquí ya no están operando las mamas. Se me encoge el corazón al escuchar ese último dato. El coronavirus pasa de ser una amenaza en los medios a ser mi enemigo personal. Suena mi móvil. Es otra vez la radióloga. La incertidumbre sobre el virus crece por horas y se rumorea que van a anular muchas consultas.