Podría ser una escena de cualquier apartamento compartido.
En un arbolado barrio de Hamburgo, Irene hace café mientras Wilhelm Gutmann pone la mesa de la cena y ambos se burlan de su compañero de piso Peter Rohwer, porque nunca dobla su ropa. “Bueno, pero acaba de bajar la basura”, dice Gisela Mosner, en defensa de su compañero de piso. La única pista de que éste no es un apartamento típico es que los números de teléfono pegados a la nevera están escritos a mano en letra muy grande. Los cinco residentes tienen entre 74 y 85 años y han elegido vivir sus últimos años juntos en vez de ver pasar la vida en un asilo o vivir solos con los recuerdos como única compañía.
El apartamento laVida es una iniciativa de Karin Hillengass, activa trabajadora social de 60 años que estudió tipos de alojamiento para personas mayores en la Universidad de Hamburgo. “Aprendí que lo que las personas mayores temen más es la soledad y no tener con quien hablar”, dice. Hace tres años decidió crear la Vida.
En la actualidad, Europa cuenta con 92,3 millones de ciudadanos mayores de 65 años, el doble de los que había en la década de los 60, pero cada vez más ancianos están experimentando opciones alternativas a la vida en un asilo. Alemania tiene el mayor porcentaje de personas mayores de 80 años de Europa, unos 3 millones o el 3,6% de su población, y Hillengass cree que hay una forma de que los ancianos continúen viviendo de forma independiente en comunidad: organizarles la vida y la asistencia para que sigan siendo autónomos.
Através de sus contactos, se dirigió a siete ancianos que vivían solos en Hamburgo y les dio a conocer su idea. Los siete empezaron a reunirse de vez en cuando para ver si se llevaban bien y buscar posibles pisos. Pasaron a ser cinco cuando dos de ellos decidieron dejar el grupo. Eligieron este piso porque tiene cerca el metro, la parada del autobús y varias tiendas y supermercados.
“Sabemos dónde comprar la mejor salchicha de hígado”, dice Peter Rohwer, que vive en el piso desde el principio. Es el más joven del grupo y tiene 74 años. Fue electricista y le gusta hacer maquetas de barcos. Irene Westphalen, ama de casa viuda, nació en 1929, es la mayor del grupo y se unió al mismo tiempo que Peter. Delgada, bien peinada y con la mirada brillante afirma “vivir con más personas es estupendo para las personas que tienen una actitud abierta ante los demás y que todavía sienten curiosidad por la vida. Pero también hay que ser generoso. Es un toma y daca. Hay un equilibrio, ¡pero no llevamos una contabilidad rigurosa!” El piso es un tercero con ascensor, tiene cinco dormitorios, una cocina grande y un salón con terraza, amplios pasillos para las sillas de ruedas y los andadores y dos cuartos de baño equipados con duchas en las que te puedes sentar, barandillas y suelos antideslizantes. Cada residente tiene un botón de emergencia junto a la cama y teléfono propio. Pagan al mes desde 168 a 480 euros, dependiendo del tamaño de la habitación.
“Cuando encontramos el piso había un problema”, explica Karin Hillengass. “Ningún propietario querría firmar cinco alquileres para un solo piso y si los cinco arrendatarios firmaban un solo contrato como grupo, surgirían problemas en caso de que alguno muriera o se fuera del piso. Teníamos que encontrar otra fórmula. Esa fórmula es un empresario conocido de Karin que actúa como “propietario intermedio”. Firmó el contrato de arrendamiento con el propietario y los arrendatarios le pagan el alquiler a él.
La falta de salud a menudo obliga a las personas mayores a recluirse en asilos, pero el apartamento laVida está atendido por un servicio de cinco enfermeras que trabajan en turnos que cubren las 24 horas y también cuenta con servicio de limpieza, cocina y compra. A cada residente le cuesta entre 1.000 y 2.500 euros al mes pero la mayoría del gasto está cubierto por el seguro o por las prestaciones sociales.
Karin, además, pasa hasta 15 horas a la semana con los residentes. Dos de los cinco originales murieron y han sido sustituidos por nuevos miembros; una tercera padece demencia. Y se puede quedar en el apartamento felizmente gracias al servicio de enfermería y al apoyo de sus compañeros de piso.
Los residentes del piso laVida hacen excursiones al Mar del Norte o salen al teatro a ver espectáculos como El rey león. En casa, comparten juegos, charlan o se ríen en la gran mesa de la cocina. Cada uno tiene su propia televisión, pero la ven mucho menos que cuando vivían solos.
“Siempre hay algo que hacer”, dice Irene Westphalen. “No es más caro que las residencias de ancianos y, sin embargo, es mucho más personal. No hay reglas de la casa, así que si no te quieres levantar por la mañana, te puedes quedar en la cama. Y probablemente alguien te traerá el café a tu cuarto”.
Empezar joven
Según va envejeciendo gradualmente la población europea, el número de opciones para el alojamiento de las personas mayores prolifera notablemente. La clave del éxito es planearlo con antelación, y ese fue el caso de un grupo de cuatro parejas holandesas que pensaron en su futuro.
En 1985, estas cuatro parejas, de unos cincuenta y tantos años, fundaron De Kamp, una comunidad en Bunnik, un pueblo rural de unos 15.000 habitantes cerca de Utrecht. Formaron una sociedad y se unieron para comprar una granja y un trozo de tierra.
En aquel momento cada pareja pagó y construyó una casa idéntica a las demás —con dormitorios y cuartos de baño en la planta baja— alrededor de la granja común que usaban para fiestas y eventos y cuyas prestaciones compartían, por ejemplo las lavadoras.
“Nos conocimos a los cuarenta y tantos”, dice Janny Koops, de 77 años, miembro fundador junto a su marido, Teus. En aquella época, entre los otros seis fundadores había un director de recursos humanos, un director técnico de hospital, un gerente de una fábrica de pan, una enfermera, un profesor de veterinaria y una ayudante de farmacia. “Todos estábamos activamente implicados en el trabajo de la parroquia y en organizaciones sociopolíticas, como el movimiento pacifista”, explica Janny.
“Nos hicimos amigos y nos íbamos de vacaciones juntos. Una tarde, sentados alrededor de una hoguera con una copa de vino empezamos a hablar de nuestros padres, que se habían hecho mayores y que habían acabado en una residencia de ancianos. Pensamos que nos gustaría cuidar de nosotros mismos cuando fuéramos mayores. Uno de nosotros lanzó la idea de comprar una propiedad donde pudiéramos vivir todos y cuidarnos unos a otros”.
Antes asistieron un fin de semana a un curso de formación especial. “Aprendimos a manejar los conflictos, a ser tolerantes, las estructuras y las normas necesarias para vivir en grupo”, afirma Janny. “Quizás lo más importante que nos inculcaron fue la necesidad de tener la suficiente privacidad, de ahí que cada pareja se construyera su casa alrededor de la granja que teníamos en común”.
De los ocho que fundaron De Kamp, tres han muerto y los demás tienen entre setenta y tantos y ochenta y tantos años. “Los tres que murieron permanecieron en la granja hasta su entierro”, dice Janny. “Cuando a Greetje [ayudante de farmacia jubilada] le detectaron leucemia aguda, dijo que quería morir en De Kamp y todos la cuidamos, le limpiábamos la casa o nos sentábamos con ella, aunque su cuidado médico y su aseo personal lo dejamos en manos de profesionales”. Dos nuevos residentes, un director de comunicaciones y una consultora tienen ambos cuarenta y tantos años. Como sus pioneros vecinos, sintieron la necesidad de planificar su vejez.
Apartamentos ‘hotel’
Otras opciones son mucho más personalizadas. Algunas personas pueden preferir un estilo de vida parecido a la residencia en un hotel con instalaciones de asistencia sanitaria y ocio, todo bajo el mismo techo.
Osmo Lindroos, profesor de primaria jubilado de 77 años vive en Saga Senior House Kaskenniitty en Turku (Finlandia) con su mujer, Anneli, de 76 años, antigua profesora de inglés. La urbanización cuenta con restaurante, sauna, piscina, peluquería, podólogo, servicio de habitaciones y personal.
La pareja se mudó allí hace más de seis años y solo vivían a unos kilómetros de distancia.
“Nunca nos hemos arrepentido de habernos mudado aquí”, dice Osmo. “Los enfermeros están bien formados y son agradables, y tienes ayuda 24 horas al día. Anneli y yo podemos seguir cuidándonos mutuamente, pero para las personas que viven solas es tremendamente importante conseguir ayuda rápidamente. El restaurante ofrece una comida excelente y tienen en cuenta todo tipo de dietas especiales. Sin embargo, cuando Anneli quiere cocinar —no quiere perder el toque— puede hacerlo en su propi cocina. No puedo decir nada negativo con respecto a esta forma de vivir.”
Las Saga Senior Houses han sido construidas por la Fundación sin ánimo de lucro Ruissalo, y tiene sucursales en Turku, Rauma y Helsinki. Los apartamentos varían de tamaño y los residentes los pueden amueblar a su gusto. Un apartamento de 43,5 m2 cuesta 1.350 euros al mes e incluye alquiler, agua, electricidad, botón de emergencias, actividades de ocio supervisadas, limpieza una vez al mes, comida diaria y un plan de asistencia y rehabilitación.
También ofrecen servicio de asistencia para enfermos terminales, así que los residentes pueden permanecer allí hasta su muerte. Pueden solicitar prestaciones del ayuntamiento o de la Seguridad Social Finlandesa (Kela), y algunos servicios gozan de deducciones fiscales.
Solo para mujeres
Las mujeres generalmente viven más que los hombres y las comunidades para un solo sexo proporcionan un enfoque distinto a la vejez, agradable y sociable. Por ejemplo, las mujeres francesas viven una media de 6,7 años más que los hombres franceses y disfrutan de la esperanza de vida más longeva del mundo, excepto España y Japón.
En 1999, Thérèse Clerc, de 72 años, divorciada con cuatro hijos, soñaba con un lugar donde las mujeres inteligentes y dinámicas pudieran envejecer juntas sin tener que ser cuidadas por extraños. Thérèse, feminista empedernida de Montreuil, al este de París, empezó a presionar al gobierno local para que le ayudara a financiar un proyecto de viviendas autogestionadas en las que las mujeres pudieran mantener su independencia y al mismo tiempo vivir en comunidad.
Tras nueve años, La Maison des Babayagas se convirtió en un edificio real de cinco plantas valorado en 4 millones de euros, financiado por ocho fuentes distintas. Incluye 21 apartamentos con todas las comodidades para personas de la tercera edad.
“Para llegar hasta aquí hemos librado una dura batalla, pero hemos venido para quedarnos”, afirma sonriendo Thérèse, de 87 años hoy.
“A todas las solicitantes se les hace una entrevista para ver si dan el perfil”, dice. “Hay un comité y tomamos la decisión de forma colectiva. Tenemos entre 58 y 88 años, y aunque seamos mayores y estemos jubiladas, hay una generación entera entre nosotras y eso es lo que hace que funcione tan bien”.
Las residentes pagan una media de 420 euros al mes por 35 metros cuadrados. Muchas hacen voluntariado en la comunidad y la mayoría tienen firmes convicciones feministas. Se organizan eventos, comidas y actividades, y aunque se fomenta una “vida colectiva”, se respeta la privacidad.
Odile Razafimandimby, de 66 años, pintora y escritora jubilada afirma: “Desde que nos fuimos a vivir juntas, siempre ha habido solidaridad. Comemos, nos ayudamos y apoyamos”.
Por toda Francia se están poniendo en marcha proyectos similares a Babayagas. “Queremos cambiar la visión que se tiene de las personas mayores”, afirma Thérèse, que ha recibido la condecoración de la Legión de Honor por su trabajo.
“La Maison des Babayagas es para las mujeres que se están haciendo mayores pero que quieren cuidarse por sí mismas hasta el final: vivir la última etapa de vida con dignidad y cariño”.
Aunque los gobiernos europeos tienen un fuerte interés económico en fomentar la búsqueda de alternativas a los asilos financiados por el Estado, la planificación de la vejez para evitar el aislamiento, la soledad y la dependencia sigue corriendo a cargo de los individuos y las parejas. Como muestran nuestras historias, están surgiendo planteamientos innovadores precisamente para cubrir esa necesidad.