Un joven en camiseta y vaqueros intercambia unas palabras en árabe con una mujer de mediana edad que hornea pan sin levadura a fuego vivo en una diminuta panadería. Ella corta una rebanada y se la da al joven. Es mi segundo día en Marsella y, con algo de curiosidad, me detengo a observar. Había visto lugares como este en barrios pequeños de Oriente Medio, pero no esperaba encontrar uno en esta ciudad del sur de Francia. Cuando entro, el cliente me mira con una amable sonrisa. “¿Turista?”, pregunta, mientras deja una moneda sobre el mostrador. Coge un trozo de pan y se aleja caminando por la estrecha calle sin esperar respuesta.
Estoy en la calle Rodolphe Pollak, en el barrio de Noailles, en Marsella, la segunda ciudad más grande de Francia (y más antigua) y su principal puerto marítimo comercial. Este laberinto de calles se encuentra a unos minutos de Vieux-Port, centro turístico de la ciudad. En los pequeños puestos de Noailles se venden verduras, carne, productos de limpieza, muebles de mimbre y, aparentemente, todas las especias de Oriente Medio. Además de francés, en sus concurridas calles se hablan árabe y francés de África.
Yasmina Ayab y su hijo Mohammed están a cargo de esta panadería, del tamaño de una pequeña cocina. Yasmina me regala una gran sonrisa cuando esbozo un par de palabras en árabe y me invita a sentarme con ella. Me cuenta que es de Argelia, que vino a Marsella hace diez años con sus hijos con la esperanza de un mejor futuro.
Es la mismísima historia de Marsella. Migraciones e invasiones han moldeado esta soleada ciudad mediterránea desde que arribaron los comerciantes griegos 2.600 años antes, construyeron un puerto y se mezclaron con grupos celtas locales. Luego llegaron romanos, judíos, visigodos, borgoñeses y francos. Durante la dinastía borbónica en los siglos XVII y XVIII, el puerto se transformó en un centro de construcción de embarcaciones. En el siglo XX llegaron armenios, africanos occidentales, comorenses y viajeros del norte de África que hablaban árabe. Todo aquello dio vida a una de las ciudades con mayor diversidad étnica de Europa.
EL BARRIO DE Noailles, situado a pasos de la arteria comercial principal La Canebière, me espera con su aire evocador: bullicioso, no demasiado limpio, y muy, muy colorido. Hay grafitis en las paredes, y sobre una pequeña plaza que honra las raíces griegas de Marsella con una fuente dedicada a Homero, observo un monumento improvisado con ocho retratos deteriorados que conmemora a las ocho personas que murieron en 2018 al derrumbarse repentinamente dos edificios por falta de mantenimiento. Es un barrio con alma.
Y es realmente acogedor. Cerca de la panadería de Yasmina Ayab descubro un restaurante argelino, Le Fémina, en la Rue du Musée. “Este lugar fue creado por mi bisabuelo”, dice el dueño, Mustapha Kachetel, mientras señala las descoloridas fotografías en blanco y negro de la pared. “Mi bisabuelo, mi abuelo, mi padre”.
El restaurante está en el edificio desde 1921, y el año pasado se celebró el centenario con lo que Mustapha describe como “un gran festival de cuscús”, su sello distintivo, que elabora con cebada, y no con trigo como se suele preparar, y emplea una receta de los años 20 de la región de Argelia donde nació su bisabuelo.
“Y después de cuatro generaciones en Francia”, le pregunto, “¿te sientes francés o argelino?”. Mustapha no duda: “argelino”. Luego lo pone en perspectiva. “Argelino y francés son solo nacionalidades. ¡Más bien soy marsellés!”.
Y vuelve a remarcar con insistencia que el cuscús es parte de la cultura de Marsella. Mustapha es miembro de la delegación argelina que promovió la incorporación del cuscús a la Lista de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de la UNESCO. La iniciativa resultó exitosa: el plato se incorporó a la lista en 2020.
Honestamente, antes de viajar aquí, el cuscús no habría sido la primera comida en venir a mi mente al pensar en Marsella, si no bullabesa, una espesa sopa con aceite de oliva, ajo, hinojo y azafrán que las mujeres de los pescadores solían preparar con todo aquello que no podían vender a los restaurantes. (Realmente lo deseaba; un par de días antes, cuando estaba en el tren de camino al sur de Francia desde mi casa en Ámsterdam, un amigo me consultó algo por mensaje de texto. Yo respondí: “Pensaré en esto mientras esté comiendo un plato de bullabesa”). Me imaginé disfrutándolo con un pastis de Marseille, un licor anisado, en un pequeño café del puerto junto a locales que estarían debatiendo problemas del mundo en un dialecto incomprensible.
Este era claramente un concepto romántico que surgía de experiencias anteriores que había tenido en remotos pueblecitos franceses. Aprendí rápidamente que Marsella no se parecía en nada a esos lugares. Por un lado, no hay pequeños cafés en el histórico Vieux-Port. Es un puerto inmenso e imponente rodeado de edificios pintorescamente restaurados, lo que incluye hoteles y un museo del jabón (el jabón de aceite de oliva, junto con el pastis, son productos emblemáticos de Marsella), y fortificaciones del siglo XVII construidas durante el reinado de Luis XIV. En los restaurantes efectivamente se sirve bullabesa, pero cuando veo el precio me quedo pasmado: ¡69 euros! Ningún plato de sopa debería costar tanto, aunque estuviera hecho de de oro. Miro en otro lugar cercano: 59 euros.
Me rindo y termino a dos calles del antiguo puerto en un restaurante nuevo, Ourea, popular por sus platos locales gourmet. Por 28 euros, el chef Matthieu Roche sirve un almuerzo de tres platos que incluye uno de los atunes más deliciosos que he probado.
Son cada vez más las personas jóvenes y talentosas que descubren que Marsella es un lugar ideal para cumplir sus sueños. Una creciente cantidad de parisinos se mudan a este lugar todos los años. Cansados de las prisas y el precio de la vida en las grandes ciudades, los recién llegados, a quienes apodan bourgeois bohemians o simplemente bobos, llegan a este lugar en busca del estilo de vida más relajado del mediterráneo.
“Trabajaba en finanzas en Londres”, comenta Claire Lombard, de 34 años, copropietaria de Maison des Nines, un pequeño restaurante/tienda/galería en los límites de Noailles. “Tuve que irme de Inglaterra debido al Brexit, pero no quería volver a París. Quería algo diferente. Aquí, en Marsella, es más sencillo comenzar algo nuevo. La vida no cuesta una fortuna y, en el peor de los casos, puedes permitirte el lujo de fracasar y volver a empezar”.
Lombard comenzó el proyecto Maison des Nines con otras dos mujeres. Una de ellas, Estelle Billet, de 29 años, trabajaba en marketing y ventas en París y ahora se encarga de la boutique donde venden jabón artesanal, perfumes y artículos de joyería. También prendas vintage.
La invasión bobo ha llevado a un gradual refinamiento de los barrios más pobres de la zona céntrica de Marsella. Uno de ellos es Le Panier, una zona con aires aldeanos al norte de Vieux-Port con tiendas de ropa, restaurantes y espacios culturales diseminados entre casas antiguas en estrechas calles. Mientras en Noailles el arte callejero es más crudo, en Le Panier paredes enteras exhiben sofisticadas expresiones de arte creadas por diferentes artistas y estilos.
Mi guía turística es Corinne Ferrand, que ha convertido el amor por su hogar natal en su profesión. Le pido que olvide los puntos turísticos clásicos mientras recorremos el lugar. (Después de todo, la Catedral de Marsella y la magnífica basílica de Notre-Dame-de-la-Garde, que desde la cima de una montaña sobrepasa los edificios de la ciudad, son fáciles de divisar). En nuestro recorrido por Le Panier, pasamos por una cancha de petanca, donde se practica la variante local del icónico juego de pelota francés boules. “La cancha la administra la comunidad, pero también se puede alquilar para eventos corporativos”, explica Ferrand. (¿He mencionado ya el creciente refinamiento de la zona?)
Antes de dejar Le Panier visitamos el muelle Quai de la Joliette, lugar de llegada de los ferri que provienen de Córcega, Argelia y Túnez. Disfrutamos del clima de calma que contrasta con el bullicio de Noailles.
Mientras camino por estos barrios tan diferentes de Marsella (y evito, al igual que la mayoría de los locales los distritos acechados por la delincuencia al norte de la ciudad), me pregunto si la mezcla cultural genera conflicto. Esa noche comparto esta inquietud con Fabien Chabord, propietario de un bar en Place Jean-Jaurès, una zona hípster sobre una montaña cerca de Noailles. Los bares de la plaza están llenos de locales de todas las etnias que miran pantallas de televisión: el equipo de fútbol de la ciudad, Olympique de Marsella (OM), está jugando contra el Lokomotiv de Moscú y va ganando.
“Como puedes ver, los grupos conviven”, comenta Fabien. “A medida que pasan las horas, a veces surgen tensiones; es una ciudad intensa”.
De vuelta por Noailles hasta mi hotel, pienso en las diferentes comunidades que conviven, codo con codo, pero no mezclados. Hay panaderías judías, pastelerías argelinas, tiendas de alimentación armenias, tiendas de aves africanas y tiendas bobo de ropa vintage y discos de vinilo. Al igual que Mustapha, sus dueños probablemente se sientan, ante todo, marselleses.
“Lo has visto claramente”, dice Adrien Joly cuando le comento esta idea al día siguiente. Joly es director del Museo de las Civilizaciones de Europa y del Mediterráneo (Mucem). Creado en 2013, se trata del museo nacional más grande de Francia fuera de París. Incluye antropología, historia, arqueología y arte. Joly me acompaña a recorrer una colección que explica la historia de Marsella como foco en el mundo mediterráneo.
A pesar de que se trata de una iniciativa magnífica, los locales tardaron bastante en acoger esta movida cultural debido a que, en palabras de Joly, cualquier propuesta que provenga del Gobierno central en París “está destinada a generar desconfianza, pero luego les encanta”, dice. “Creo que hoy Marsella se enorgullece”.
El museo, al igual que muchos recién llegados a esta antigua ciudad a lo largo de los siglos, ha tenido que realizar un gran trabajo para ganarse un lugar en los corazones de estas personas. Y un día también será genuinamente marsellés.
EL NACIMIENTO DE UN HIMNO
“Marchemos, hijos de la Patria/ha llegado el día de gloria” son las primeras frases de una canción compuesta en Alsacia, a unos 600 kilómetros de Marsella, para animar a las tropas francesas en su guerra contra Austria en 1792. En ese momento, la canción se llamaba “Canto de guerra del ejército del Rin”. Pero más tarde, ese mismo año, una banda de revolucionarios marchó de Marsella a París para ayudar a derrocar a la monarquía y cantaron esta canción en las calles de la capital. Fue rebautizada como “La Marsellesa” y se convirtió en el himno nacional de Francia.