Las personas que cambian tu vida son de todo tipo. Unos escriben en una pizarra. Otros llevan uniforme deportivo. Algunos llevan traje y corbata. Para mí, esa persona llevaba una corbata con el logotipo de Pizza Hut.
Comencé a trabajar en Pizza Hut en diciembre de 1989, cuando estudiaba primero de la enseñanza secundaria. En mi pequeño pueblo del oeste de Colorado, los padres animaban a los adolescentes a trabajar en el sector servicios después del colegio y los fines de semana. Nos alejaba de los problemas. EL trabajo también me alejaba de casa. Me crió mi madre y nunca conocí a mi padre. Mi hermana pequeña, mi hermano pequeño y yo pasamos por una serie de padrastros. Mis relaciones con esos hombres solían ser tensas y yo siempre buscaba razones para estar lejos de casa.
El restaurante era viejo y en la parte trasera tenía, en vez de lavavajillas, tres fregaderos enormes. Uno era para agua jabonosa, otro para enjuagar y el otro para desinfectar con pastillas que me hacían toser cada vez que las ponía en el agua caliente. Los empleados nuevos comenzaban fregando platos y limpiando mesas. Si lo hacían bien, aprendían a hacer pizzas, a cortarlas y servirlas en palas de madera y a tomar pedidos.
En mi primera noche, los platos se acumularon después de la cena: platos, cubiertos, tazas y negras y grasientas sartenes que solo quedaban limpias si las fregaba con mucho jabón y agua ardiendo. No podía mantener el ritmo y las pilas de platos crecían a mi alrededor. Cada vez que avanzaba un poco, me llamaban de nuevo para ayudar a limpiar mesas y volvía con cubos llenos de más platos sucios.
En casa, la tarea que más odiaba era fregar los platos. Unos años antes, el entonces novio de mi madre me había inculcado una repugnancia por esa labor al obligarme a quitar el Teflón de una bandeja de horno porque creía que era grasa, mientras él fumaba sentado en el sofá. Ese novio se fue, pero otro con un acervo distinto de problemas tomó su lugar.
Se suponía que mi turno terminaba a las 9 de la noche, pero cuando pedí salir, el gerente, Jeff, negó con la cabeza. “No, hasta que termines el trabajo”, dijo. “Deja limpio tu puesto”. Estaba enojado y pensé en renunciar, pero lavé, enjuagué y desinfecté hasta pasadas las 10 esa noche.
Fui lavaplatos varias semanas. Se me caía el alma cada vez que llegaba al trabajo y veía mi nombre escrito junto a platos en el tablón. Pasaba mis turnos detrás de los fregaderos, salpicado con agua grasienta. Después del trabajo, mi camisa a cuadros rojos y blancos y mis pantalones de poliéster gris olían a cebolla, aceitunas y aceite. A veces encontraba pimientos verdes en mis calcetines. Odiaba cada instante y no me importaba que todos se enteraran.
Una tranquila noche, cuando había logrado ponerme al día con los platos y limpiar los lavabos temprano, le pregunté a Jeff cuándo podría hacer algo distinto.
“¿Sabes por qué sigues fregando platos?”, preguntó. “Porque sigues quejándote”. A nadie le gusta trabajar con un quejica, dijo. Pero me prometió que, si seguía dejando limpio mi puesto y no me quejaba, la semana siguiente me pondría en la mesa de preparar pizzas.
Pocos días después, cuando llegué a mi turno, vi mi nombre escrito no junto a platos, sino junto a mesa de preparar. Estaba eufórico.
Jeff tenía una manera especial de dirigir su restaurante. De un montón de adolescentes había reclutado un equipo de empleados que se preocupaban por su trabajo, y unos por otros. La mayoría de mis mejores amigos del bachillerato también trabajaba en Pizza Hut, y algunos de mis mejores recuerdos son bajo ese techo rojo.
Pizza Hut se convirtió no solo en mi escape de casa, sino también, de muchas maneras, en otro hogar. En mi casa real me sentía inestable y fuera de control. En el trabajo, el camino parecía claro: trabaja duro y haz las cosas bien, y tendrás éxito. Antes, ese modelo no me había parecido posible.
Por primera vez en mi vida, me sentía reconocido. Cuando empecé el bachillerato, Jeff me ascendió a gerente de turno. En mi último año ya era subdirector, responsable de gran parte de la contabilidad, del inventario y los horarios. Cuando Jeff salía, yo me quedaba a cargo.
El personal era como mi segunda familia. Hacíamos fiestas de todo el día que comenzaban haciendo rafting y terminaban con cena y películas. Casi todos jugábamos en el mismo equipo de fútbol. Íbamos de acampada. Hacíamos guerras de agua en el aparcamiento y poníamos música a todo volumen en el equipo de música cuando se iban los clientes.
Jeff era el líder de esta insólita familia. Tenía unos 15 años más que yo y acababa de divorciarse. Nunca lo pensé en ese momento porque parecía divertirse tanto como todos los demás, pero si yo usaba mi trabajo para crear la familia que me habría gustado tener, tal vez él también.
Llegó el último año y, aunque me encantaba el trabajo, sabía que iría a la universidad el otoño siguiente. Aunque era un estudiante excelente, era bastante malo para solicitar plaza a las universidades. Mi madre no había ido a la universidad y yo tenía poco apoyo logístico y financiero en casa. Tenía una pila de folletos de universidades pero no sabía por dónde empezar y, a 40 dólares cada solicitud, me costaría medio día de salario.
Un consejero me convenció para solicitar plaza en la Universidad de Boston, lo que me pareció genial, sobre todo por su distancia de Colorado. Tenía que pedir la beca a finales de noviembre; no podría ir a esa facultada sin una buena beca. Pero tal vez por eso o por mi ofuscación, seguí postergando el envío del formulario.
Aún no lo había enviado el día antes de la fecha límite. Se lo conté a Jeff sin darle importancia. Abrió un cajón y sacó un sobre de correo urgente. Me ordenó que dejara de trabajar y fuera a enviar la solicitud de inmediato. Cuando protesté por el precio del envío urgente, me dijo que lo pagaría él.
Finalmente entré en la Universidad de Boston con una beca, pero nunca había estado en Boston. Aunque mi madre trabajaba mucho para mantenernos a mis hermanos y a mí, no había presupuesto para enviarme a una visita a la universidad. Pensé que conocería la escuela al llegar en agosto.
Jeff me sorprendió con un regalo de graduación: un viaje a Boston. Recorrimos el campus, visitamos Fenway Park e hicimos turismo por Nueva Inglaterra. Comimos en un montón de Pizza Huts y los comparamos con el nuestro. El veredicto: ninguno nos pareció tan divertido.
Antes de irme a la universidad, le dije a Jeff que volvería a trabajar durante las vacaciones de invierno. Mientras estaba fuera, lo ascendieron a gerente regional y pusieron a otro a cargo de nuestro restaurante. Aun así volví, pero la magia se había ido. La familia se había dispersado y me sentí libre de concentrarme en la universidad y el futuro.
He seguido en contacto con Jeff. Solemos quedar a comer cuando voy al pueblo. A veces incluso comemos pizza.
Fregar platos para Jeff era un trabajo sucio y agotador. Sin embargo, hacer una pizza, conducir un camión, hacer un pastel o cualquiera de los innumerables empleos no siempre son agradables. De todas las lecciones que aprendí de ese tipo con corbata de Pizza Hut, quizás la más grande es que cualquier trabajo puede ser el mejor si tienes el jefe correcto.