Mi Navidad favorita
Bill Butler
Quando tenía cinco años, no sabía lo pobre que éramos. Acabábamos de mudarnos a Manhattan y no conocía a nadie. Mi padre no iba a pasar la Nochebuena en casa porque estaba de servicio en el Ejército, en otro país. Mi madre, de veintitantos años, y yo, estábamos haciendo adornos para el árbol. La mesa estaba llena de estrellas y bolas hechas con papel brillante.
Había también una guirnalda hecha con papel de colores de unos cuatro metros de largo. Mamá y yo iríamos a comprar el árbol de Navidad más tarde, al anochecer, cuando por lo general bajan los precios.
Justo después de la puesta del sol, salimos al frío de la noche y caminamos cuatro calles hasta un aparcamiento donde vendían árboles de Navidad.
—¿Cuánto cuesta el árbol más barato? —le preguntó mamá al hombre que estaba en la entrada.
Él acercó sus manos enguantadas al fuego que ardía dentro de un contenedor de acero, y contestó:
—Treinta dólares, señora.
La sonrisa de mi madre desapareció.
—¿Es lo más barato?
El hombre recogió del suelo una pequeña rama de árbol, la dejó caer al fuego y contestó:
—Yo solo trabajo aquí, señora. No puedo cambiar los precios.
La repentina melancolía en el rostro de mi madre me entristeció.
El hombre me miró a los ojos unos momentos; luego, señaló un enorme montón de ramas que había en una esquina del aparcamiento y le dijo a mi madre:
—¿Ve esa pila de ramas? Detrás de ella hay un árbol que no podemos vender. Llévenselo. Es gratis.
— Gracias —respondió mi madre, y me tocó un hombro con el codo.
—Gracias, señor —dije.
Corrimos hasta el lugar que había señalado el hombre, y allí estaba: un escuálido árbol, con muy pocas ramas, apenas un poco más alto que yo.
—¿Podemos llevarnos también algunas de estas ramas sueltas? —le gritó mi madre al hombre.
Él agitó el brazo y respondió:
—Llévense todas, si quieren.
Arrastré el árbol, y mi madre recogió media docena de ramas.
Pusimos el árbol en un rincón del salón, lejos del radiador. No me imaginaba cómo podríamos colgar tantos adornos en un árbol tan escuálido.
Sonriendo otra vez, me dijo mi madre:
—Ahora, a dormir. Papa Noel adornará el árbol para nosotros.
Me desperté al amanecer y corrí al salón. Asombrado, vi el árbol totalmente cubierto de adornos, y parecía muy natural. Las bolas resplandecían bajo la luz del alba, y la guirnalda de papel de colores rodeaba el árbol con elegancia. Casi no me fijé en los regalos envueltos en papel brillante que había al pie del árbol.
Al cabo de unos días, la curiosidad me hizo examinar de cerca el árbol. Aquella noche, mientras yo dormía, mi madre había usado trozos de alambre de pinzas de la ropa para fijar las ramas sueltas al tronco del árbol casi desnudo, y luego las había recortado cuidadosamente con tijeras hasta darles la forma perfecta.
Varias semanas después, mi padre volvió a casa. Cuando le hablé del árbol, sucedió algo que no entendí en aquel momento: las lágrimas llenaron los ojos de ese soldado corpulento. Desde entonces, he tenido muchas navidades maravillosas, pero la de aquel año sigue siendo mi favorita.
Bill Butler es un lector de Reader’s Digest.
Las últimas blancas navidades
Jo Ross
En el verano de 1977 tenía veintipocos años y estaba a punto de irme a Edimburgo a actuar en una obra de teatro del Festival Fringe. Pero tres días antes de comenzar los ensayos, el director llamó para decir que se cancelaba la obra. Para compensarme, me preguntó si me gustaría trabajar para Bing Crosby durante un par de semanas. El famoso cantante iba a ir a Londres a grabar un “Especial Navideño”.
No le di una respuesta clara y luego me olvidé. Lo único que tenía era un gran bajón.
Dos horas después sonó el teléfono, y una voz con acento estadounidense preguntó por Jo Ross.
—Soy yo.
—Soy Bing Crosby.
—Vale, déjalo, déjalo ya, no tiene gracia. De cualquier manera, lleva muerto varios años.
Veinte minutos increíblemente embarazosos después, me encontré trabajando como chica de los recados del señor Crosby.
Mis obligaciones parecían ser bastante fáciles: llevar al señor Crosby cada mañana al set de rodaje, hacer recados para él, asegurarme de que su coche estuviera bien aparcado al final del día.
Iba a trabajar con un Mini Moke verde oscuro que había pedido prestado a mi novio. Hacía tiempo que había perdido las lonas laterales y el indicador de la gasolina no funcionaba. Era un verdadero desastre.
Los Estudios Elstree eran enormes. Cuando llegué allí, el set de grabación estaba siendo transformado en el interior de una “típica” mansión de campo inglesa, con un salón del tamaño de la Abadía de Westminster.
En el salón de ensayos, apoyado sobre un piano vertical, había un hombre pequeño y erguido, con un sombrero de fieltro azul claro en su cabeza.
—¿Qué tal? —dijo Bing Crosby. ¿Cómo estás? ¿Me das una vuelta por aquí? ¿Me puedes decir dónde conseguir un café?
—Claro —contesté.
No tenía ni idea de dónde conseguir un café.
Bing era muy relajado y hablador, y hacía como si no notara que yo estaba perdida. Finalmente llegamos a un cruce en el pasillo.
Con una sonrisa burlona, Bing sugirió que fuéramos a la izquierda.
—¿Qué te parece? ¿Nos arriesgamos?
Enseguida tuvimos una taza en las manos. Bing era poco exigente y bastante tímido. Me parecía encantador, y estaba emocionada cuando un día me pidió que diéramos una vuelta de camino a su hotel.
Veinte minutos más tarde, viajábamos en el Mini Moke, cuando de pronto el motor se paró. Bajé de un salto y me puse a mirar sin saber dónde debajo del capó.
Una voz en el asiento delantero preguntó: “¿Puede ser que nos hayamos quedado sin gasolina?”.
Claro. Bing y yo tuvimos que esperar en la orilla de la carretera a que alguien parara para acercarnos a la gasolinera más próxima.
Finalmente, un coche pequeño lleno de niños paró. El conductor, un hombre de mediana edad, se acercó a nosotros, con los ojos que no daban crédito.
—Es usted... Es usted... usted...
—Sí —dijo Bing. —Nos hemos quedado sin gasolina. ¿Podría llevarnos a algún lado?
—¿Yo?... ¿Usted?... Yo... yo... ¿y usted?
—Niños, fuera, salid. ¡Salid del coche! Dos minutos después, me encontraba en la orilla de la carretera con cuatro niños perplejos viendo cómo desaparecía Bing Crosby en un Ford Fiesta.
Cuando volvió el coche con la gasolina, este fan insistió en llenar él mismo el depósito. Luego, incapaz aún de hablar, empujó a los ahora furiosos niños al Ford Fiesta y con un “Usted... usted...”, se fue conduciendo.
Bing terminó su Especial Navideño, como era de esperar, con “White Christmas”. El estudio estaba abarrotado durante la grabación. Bing pidió que fuera a verle a la sala de maquillaje.
—Eh, Lefty [zurda] —me dijo, usando el coloquial apodo que me había puesto cuando descubrió que utilizaba la mano izquierda.
—Escríbeme un estúpido cartel.
—Por supuesto. ¿De qué?
—White Christmas.
Se hizo el silencio en la sala de maquillaje. ¿Era posible que Bing Crosby no se supiera la letra?
Explicó que necesitaba un cartel con la letra porque tenía problemas para recordar las primeras líneas del comienzo.
De alguna forma, encontré unos grandes carteles blancos y un rotulador. Garabateé la primera estrofa y volví a la posición acordada bajo el piano.
Cuando la banda empezó a tocar, Bing miró hacia abajo y empezó a cantar las líneas:
The sun is shining
The grass is green
The orange and plum trees sway
There’s never been such a day In Beverly Hills LA Iba a continuar con “I´m dreaming of a White Christmas” cuando titubeó, dio otro vistazo al cartel y... dejó de cantar. La música paró. Bing se apoyó con las manos y rodillas agachado bajo el piano. Cogió mi mano y tranquilamente me dijo:
—No hay ningún ciruelo en Los Ángeles [tal y como había escrito yo en el cartel “plum trees”].
Temiendo que uno de nosotros hubiera estropeado el plan, solté su mano y dije: “Es una pena”.
Un poco menos amable ahora, fijó su mirada en donde había escrito la palabra “plum” [ciruelo].
—Son palmeras, palmeras, palmeras [“palm tree”, no “plum tree”].
Fue horroroso. Desde mi posición bajo el piano, pensé lo inútil que había resultado como chica de los recados, olvidando incluso llevar sus palos de golf cuando iba a jugar.
Pero él siempre había respondido con humor y amabilidad. Ahora él se había perdido con la letra, todo por mi culpa.
El resto del día fue una nebulosa secuencia de recogida de escenario y de empaquetado de vestuario. La gente se estaba despidiendo y hacía planes para tomar una copa de despedida.
Quise despedirme de Bing y disculparme, pero no pude encontrarle. Sintiéndome extrañamente vacía y deprimida, estuve vagando por fuera, pensando que no lo volvería a ver.
Entonces oí una voz familiar. —¡Eh, Lefty! ¿Me llevas a dar una vuelta?
Ahí estaba Bing, en el asiento delantero del Moke, con un pie sobre el salpicadero.
—Por supuesto —le dije. —¿Londres?
—¿Por qué no? ¿Nos arriesgamos?
Cinco semanas después, Bing Crosby murió de un ataque al corazón mientras jugaba al golf en España. Tenía 74 años.
Publicado por primera vez en Reader’s Digest en 2008.
El fantasma del bosque
Doris Cheney Whitehouse
Era tarde cuando terminé de trabajar aquel día. Ni siquiera me detuve en la sala de enfermeras para quitarme el uniforme y ponerme otra ropa, sino que salí directamente al aire libre y me interné en el bosque que rodeaba el pabellón psiquiátrico del hospital militar. Iba pisando una gruesa alfombra de hojas secas, de la que emanaba un penetrante olorcillo otoñal. Las llaves de la sala 8, colgando de una cuerda atada a mi cintura, tintineaban al compás de mis pasos.
Anthony D. Nardo* era un joven soldado, víctima de neurosis de guerra, a quien le habían diagnosticado agitación nerviosa de tipo maniaco- depresivo. Yo, en cambio, era una aprendiz de enfermera, procedente de un hospital civil, y en mi sano juicio. Pero esa tarde Tony y yo, de pie en el porche de la sala 8, compartimos una visión increíble. Lo que vimos estaba en algún lugar del bosque. Quería averiguar qué era aquello realmente, demostrarle a Tony que era solo una ilusión, y terminar así con lo que obstaculizaba su recuperación.
Tony había ingresado en el hospital tres meses antes. Llegó amarrado a una camilla, con el pelo revuelto y sucio. Un camillero le desató las correas y lo condujo a un cuarto, donde lo mantuvieron encerrado siete semanas. Por las mangas de su pijama gris asomaban las vendas blancas que le envolvían las muñecas.
En las facciones angulosas de Tony advertí cierta dulzura, que hizo surgir en mi interior una ternura recíproca. Transcurrieron los días, y su manera de ser me hacía preferirlo a todos los demás enfermos.
Habían sacado a Tony de su puesto en el Pacífico sur porque una mañana sacó la afilada hoja de su maquinilla de afeitar y con ella se cortó las venas de las muñecas. Durante los primeros días de su estancia en el hospital, no había dejado de tratar de arrancarse las vendas en un desesperado esfuerzo por romper las suturas. Pasó siete semanas sin hablar, ni levantar siquiera la mirada.
Finalmente, las heridas empezaron a sanar. Poco a poco, el espíritu de Tony encontró la forma de salir de las tinieblas. Yo lo veía recorrer la sala, erguido y confiado, ayudando a los demás pacientes con la sabiduría de quien conoce a sus propios demonios.
Tony estaba casi recuperado. Hasta nuestra supervisora, la incrédula teniente Barbara Rankin, tuvo que reconocerlo. Pero de pronto, aquella tarde de finales de octubre, algo extraño, fantasmal, amenazaba con destruir todo lo conseguido.
Ese día había empezado como cualquier otro. Llegué al hospital a las 7 de la mañana, y a las 12 fui a almorzar. Cuando volví, la teniente Rankin me llamó a su despacho.
—Sería bueno que fueras a ver a tu protegido —me dijo.
—¿Ha hecho algo? —contesté.
—Nada serio —repuso ella—. Es solo que se ha agitado un poco al ver a la virgen María en el bosque...
Corrí a la sala 8, y encontré a Tony de rodillas; tenía la frente contra la alambrada que rodeaba el porche, y los ojos fijos en algún punto del bosque. Estaba rezando en voz baja.
—¿Qué estás haciendo, Tony? —lo increpé—. ¡Levántate!
—¿No te das cuenta? —contestó—. ¡Estoy viendo a la Virgen, allí! ¿No hay una estatua allí?
—No, Tony. Conozco bien este bosque. No hay nada allí. Ahora, por favor, ¡ponte de pie!
Se desentendió de mí, para mirar el bosque otra vez. Pasé un rato a su lado, deseando poder coger su pelo netro entre mis manos y ahuyentar de su mente el peligro. Pero uno no hace esas cosas, menos aún si es una enfermera en prácticas.
Mis ojos vagaron por entre los árboles, mientras una palabra funesta afluía a mis labios: alucinación. Finalmente habrá que declararlo demente, concluí en silencio. Sin embargo, al aguzar la mirada vi una cosa blanca… y entre el follaje distinguí ¡la imagen de la Virgen!
Debí de gritar, porque Tony se volvió hacia mí y exclamó:
—¡Ah, ya la has visto también!
—Sí, también la veo...
El resto de la tarde transcurrió lentamente. Por fin terminó mi turno, y quedé libre para ir en busca de la imagen de la Virgen. Era un alivio pensar que solo tenía que hallar la causa lógica de la ilusión para demostrar que Tony no estaba alucinando.
Estaba anocheciendo y empezaba yo a sentir frío. Doblé los brazos contra mi pecho, debajo de la capa, tiritando. Y de repente vi aquello, justo delante mío: un tronco de abedul, alto y delgado, al que los elementos y el tiempo habían convertido en una imagen abstracta de la Virgen. Incluso a esa escasa distancia, la delicada curva de la cabeza y los hombros y los elegantes pliegues del manto se distinguían con claridad en la pulida superficie de la corteza.
Corrí de vuelta a la sala 8, y encontré a Tony sentado en un banco de madera, contemplando el bosque. Habló sin levantar la mirada:
—¿Has encontrado lo que buscabas? De pronto, me sobrecogí. Tony parecía esperar una respuesta clara, lógica y concluyente. Pero yo me había topado con algo inescrutable, algo que escapaba a la razón, y temí que Tony no estuviera lo bastante lúcido para asimilar tal misterio.
—No he visto nada —le dije—. Es solo el tronco de un abedul.
A finales de noviembre trasladaron a Tony a otra sala, de la cual podía salir para pasear por los terrenos del hospital. Al verlo más fuerte cada día, pensé que había sido sensata al no decirle la verdad sobre lo que vi. Guardé aquel secreto en mi corazón, sin importarme que las otras enfermeras cuchichearan sobre por qué salía sola a pasear tan a menudo por el bosque.
Se acercaba la Navidad. Mi periodo de formación había terminado e iban a enviarme a otro sitio. Me despedí de Tony, al que habían dado permiso para ir a pasar las fiestas con su familia. Luego fui a mi cuarto para empezar a recoger. De pronto vi que estaba nevando ligeramente, y que los copos comenzaban a posarse sobre las ramas de los árboles. Me puse el abrigo y salí del cuarto.
El viento helado me azotaba la cara y me hacía parpadear. El corazón me palpitaba con fuerza. Eché a correr; luego, repentinamente, me detuve: allí, sobre una alfombra de nieve resplandeciente, cubierta con una chaqueta militar de color verde oliva y con los blancos copos cayéndole sobre la cabeza como plumas ligeras, una figura solitaria estaba de rodillas frente a la Virgen del bosque, cuya imagen aparecía envuelta en un manto de blancura.
Cuando terminó de rezar, hice algo que no debe hacer una estudiante de enfermería. Avancé hasta donde estaba él y cogí su cabeza enmarcada con el negro pelo entre mis manos. Con los dedos quité la nieve que se le había adherido, y le dije:
—Te vas a morir de frío.
Levantó los ojos para mirarme, y pude darme perfecta cuenta de que me había estado esperando.
—Los milagros se producen de muchas maneras —señaló.
Luego se puso de pie y me miró, sonriendo. Y su sonrisa irradiaba tanta sabiduría y tanta ternura, que quedé convencida de que Tony estaba completamente curado.
Publicado por primera vez en Selecciones en 1960.
Monedas caídas del cielo
Julie Bain
Aa mi padre le encantaban las monedas de un centavo de dólar, sobre todo las acuñadas en el reverso con dos elegantes espigas de trigo alrededor de la leyenda UN CENTAVO. Eran los centavos de su infancia en Iowa, en los años de la Depresión, y Dios sabe bien que no abundaban.
Cuando yo era niña hacíamos largas caminatas juntos. Él era muy alto y de buena zancada, así que yo tenía que trotar para seguirle el paso. A veces hallábamos monedas en el camino: una aquí, otra allá. Cuando yo recogía un centavo, papá me preguntaba si era uno con espigas de trigo. Se emocionaba cada vez que encontrábamos una de esas monedas, que se acuñaron entre 1909 y 1958, el año en que nací. Una vez me contó que a menudo soñaba que encontraba monedas. Sorprendida, exclamé:
—¡Yo también!
Ése era nuestro vínculo secreto.
Mi padre murió en 2002. En aquel momento yo vivía en Nueva York. Un nublado día de invierno, poco después de la muerte de mi padre, iba caminando por la Quinta Avenida con mi sensación de pérdida cuando de pronto vi que había llegado a la Primera Iglesia Presbiteriana, una de las más antiguas de Manhattan.
Aunque mi padre había sido diácono presbiteriano en mi infancia, hacía mucho que yo no iba a la iglesia. Decidí entrar.
Era una mañana de domingo, y me senté en uno de los bancos. Al abrir la guía litúrgica vi que el primer cántico era Poderosa fortaleza es nuestro Dios, el favorito de mi padre, que cantamos en su funeral. Cuando sonó el órgano y el coro empezó a cantar, no pude contener las lágrimas.
Después del oficio saludé al pastor y salí de la iglesia. Entonces noté que había una moneda en el suelo. Me agaché para recogerla y la giré… ¡Era un centavo con espigas de trigo! Había sido acuñado en 1944, año que mi padre había hecho el servicio militar en un barco en el Pacífico sur.
A partir de ese día empecé a encontrar más centavos en las aceras, y eran de años muy importantes para mí: los del nacimiento de mis padres, el de la muerte de mi abuela paterna, el de la graduación de mi padre, el del año en que mis padres se conocieron, el del año en que se casaron y el del año en que nació mi hermana. Pero ninguno era de 1958, el año de mi nacimiento y el último en que se acuñaron.
Empecé a ir a la iglesia con regularidad y, un año después, cerca de Navidad, me uní a la congregación. El domingo siguiente, tras el oficio, iba caminando por la Quinta Avenida cuando vi una moneda en el suelo. ¡Era otro centavo con espigas de trigo! Estaba muy desgastado y no se veía bien el año. Al llegar a casa, lo examiné con una lupa… Era de 1958.
Soy periodista, y en mi profesión el escepticismo es una necesidad y una virtud. Pero durante el año que siguió a la muerte de mi padre, encontré 21 centavos con espigas de trigo en las calles de la ciudad, y no creo que haya sido una simple coincidencia.
Publicado por primera vez en Selecciones en 2008.