Los padres de Jessica Bernstein la levantaron de la silla de ruedas y la metieron en el todoterreno azul oscuro de su madre para llevarla al hospital. Consternada, la frágil adolescente de 15 años les imploró: “No me llevéis, por favor, no quiero ir”. Tenía a sus espaldas más operaciones que cumpleaños. Se había pasado más tiempo rota de dolor, recuperándose de las fracturas y las operaciones, del que había pasado siendo simplemente una niña. No podía hacer nada más. Sin embargo, aunque implorase no tenía otra opción.
Pocos meses antes, durante el invierno de 2009, la doctora Jenny Frances, su cirujana del Centro Infantil del Hospital de Manhattan para Enfermedades Óseas y de las Articulaciones, le había dado una prórroga. Una de las varillas de metal que sujetaba los huesos de la pierna de Jessica se había movido de posición. Pero, cuando pidió que se la corrigieran, la doctora Frances se comprometió a esperar hasta que la niña estuviera preparada.
Ahora tenía unos dolores terribles en la pierna derecha. No podía esperar más tiempo para recibir el tratamiento. Jessica había nacido con osteogénesis imperfecta (OI), una enfermedad genética rara también conocida como huesos de cristal. Su esqueleto era tan frágil que se le habían roto y sanado las dos piernas incluso antes de nacer. Siguieron muchas fracturas más, casi siempre de las piernas.
De niña, Jessica quería hacer todo lo que hacía su hermana mayor, Marisa. Mientras que otros niños hacían sus pinitos andando, ella se arrastraba con el trasero. Su abuelo, como temía que con la presión se rompiera los brazos, le construyó un patinete para que se lo pusiera debajo de la tripa y pudiera desplazarse por la casa.
Cuando estaba en segundo de primaria le pusieron aparatos ortopédicos en las piernas desde la cadera hasta la rodilla. Emocionada por la posibilidad de andar sola por primera vez en su corta vida, los llevaba puestos 24 horas al día. Pero al año siguiente, mientras cruzaba una de las puertas del colegio, se enganchó el pie en el umbral. Ese pequeño tropezón —a pesar de que no se cayó— fue suficiente para que se rompiera las dos piernas.
Tres operaciones y dieciocho meses después, algo cambió en esta pequeña valiente. Hasta entonces, Jessica siempre había estado decidida a esforzarse más allá de las expectativas; pero, en ese momento, se sentó en su silla de ruedas reacia a hacer la agotadora rehabilitación del posoperatorio que la ayudaría a manejar las muletas y a volver al colegio. Le encantaba que sus amigos se le acercaran, pero también los envidiaba. Podían jugar libremente fuera y hacer todo lo que hacían las personas ‘normales’. Ella quería ser una niña ‘normal’, pero sobre todo no quería tener más dolores.
Cuando volvió al colegio en cuarto de primaria, volvió a usar las muletas con precaución, pero decidió no intentar ni siquiera sujetarse con una sola, como había hecho en el pasado. No quería volver a caerse.
De pequeña se había enfrentado con valentía a los numerosos análisis de sangre que le tuvieron que hacer. Ahora lloraba e imploraba a las enfermeras que la dejaran tranquila. No quería más operaciones. No quería hacerse más análisis. Ninguno más y punto. Ya había tenido bastante para el resto de su vida.
A los catorce años, alcanzó la altura que los doctores pensaban que iba a tener: 1,28 metros. Pero como no tenía mucha actividad física, su peso se había disparado. Quería ponerse los tops brillantes y los vestidos floreados que llevaban todas sus amigas.
Era muy importante estar estupenda ahora que los chicos estaban de repente en su punto de mira. Así que se puso como meta adelgazar y empezar a hacer más ejercicio. Perdió el exceso de peso y hacía muchos años que no se sentía tan bien consigo misma. Entonces, le empezó a doler la pierna derecha. Algo iba realmente mal.
En el hospital, Jessica pensó que todos sus esfuerzos habían sido inútiles. Por propia experiencia, sabía que el posoperatorio y la recuperación serían largos —seis meses como mínimo— y dolorosos.
Pero esta vez se llevó una sorpresa agradable. La operación sería de alguna forma más simple que las anteriores, según le explicó la doctora Frances mientras revisaba sus radiografías. Como el hueso solo se había roto por arriba, podrían hacerle una pequeña incisión para sacar la varilla vieja e insertar una nueva, en vez de hacer la incisión larga habitual, de arriba a abajo de la pierna.
Unos días después de la operación, Jessica se sorprendió de verse capaz de sentarse en la silla de ruedas. Al final de su estancia de nueve días en el hospital, intentó levantarse con las muletas con cuidado de que la pierna herida no tocara el suelo. Emocionada porque se encontraba mucho mejor, empezó a recuperar parte de su antigua determinación.
La primera fase de la rehabilitación implicaba muy poco movimiento. “Pero me di cuenta de que podía hacer mucho más”, dice Jessica. Experimentó nuevos ejercicios confiando en su intuición de hasta dónde podía llegar su cuerpo.
Utilizando el andador para apoyarse, practicó cómo levantar el cuerpo con los brazos y columpiar las piernas hacia delante y hacia detrás. Seis semanas después podía doblar la rodilla. Era la primera vez que lo conseguía tan pronto. Para asegurarse de no perder músculo en la pierna —con la aprobación de la doctora Frances— se puso un poco de peso en el tobillo e hizo ejercicios levantando la pierna. Incluso aprendió posturas de yoga:“Me ayudó. La pierna ya no se ponía tan rígida.” También hacia ejercicio en una bicicleta estática y, cada día, estaba más fuerte y se sentía más segura. La doctora Frances estaba sorprendida de que una adolescente con OI se convirtiera en una “fanática del deporte”.
Pero pronto se dieron cuenta de que la pantorrilla no se estaba curando de la forma debida. Los médicos tuvieron que volver a operarla y Jessica tuvo que empezar desde el principio otra vez; pero ahora sabía algo que antes no conocía: sus huesos podían ser frágiles, pero su cuerpo era cada vez más resistente y tenía más espíritu de lucha.
Cada vez era más fácil recuperarse y volver al estado en el que se encontraba antes de la operación.
Se había recuperado lo suficientemente bien como para unirse a sus amigos cuando empezaron el instituto. Pero Jessica tenía un sueño.
Su familia vivía a tan solo un paso de una idílica playa en la península de Roackaway. Jessica anhelaba dar una vuelta por el paseo marítimo, pero nunca había sido tan ágil con las muletas como para sortear los tablones de madera del paseo. Decidió que era el momento de intentarlo. Anduvo hasta el final de la calle y cogió la rampa hacia la pasarela de madera, disfrutando del olor a mar y del grito de las gaviotas. El clac de las muletas en la madera era el sonido de la independencia. La vida de repente parecía más rica, más completa. El paseo por el camino de madera se convirtió en parte de la rutina diaria.
A finales de octubre de 2012, llegó el Huracán Sandy y las inmensas olas destruyeron el paseo desde sus cimientos. Sin paseo marítimo, Jessica no podía caminar junto a la playa. Las muletas no le servían para andar por la arena. Esa idea la entristeció hasta que se dio cuenta de que ese contratiempo no debía detenerla. Tuvo una idea: ¿Y si pudiera andar sin muletas?
Con un espíritu renovado, agarrándose a los muebles para conseguir el equilibrio, Jessica practicó cómo moverse por la casa con una sola muleta. Era menos difícil de lo que había imaginado. “Así que, enseguida, empecé a hacerlo más rápido”. Poco después, paseaba por el jardín con una sola muleta bajo el brazo. Unas semanas después, era capaz de andar por la casa sin muletas, agarrándose a cualquier cosa que le permitiera mantener el equilibrio.
Una tarde de febrero, cuando el sol estaba bajo y el viento en calma, Jessica se puso su ropa de deporte y salió de casa con una sola muleta bajo el brazo. Los vecinos paseaban por la playa y algunos iban con sus perros. Se dirigió hacia ellos. La muleta se hundía en la arena, por lo que se convertía más en un estorbo que en una ayuda. Se paró un momento y la levantó hasta cogerla con las dos manos. Dio un paso. La arena no era como había imaginado, xpero era maravillosa: blanda y al mismo tiempo difícil. Adaptó su postura para encontrar el equilibrio y avanzó un poco más, mientras observaba a los demás que daban por sentado una acción tan simple: ¡andar libremente! No tenían ni idea de lo maravilloso que era.
“Me sentí muy orgullosa”, dice. “Era como si hubiera renacido sobre la arena”.
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El pasado otoño, Jessica empezó la universidad. Le encanta la repostería y, aunque supone estar muchas horas de pie, está decidida a hacer caso a su corazón y estudiar cocina.