Las tres personas que seguían vivas habían perdido la cuenta de los días transcurridos desde su partida de Nuakchot, la capital de Mauritania. Solo sentían el mareante balanceo de la embarcación y el sol cegador que apenas les permitía avistar el horizonte del Océano Atlántico.
El fuerte olor a salitre les recordaba que se encontraban en mitad del océano, exhaustos y mareados, al límite de sus fuerzas, y los veinticuatro cuerpos inertes y fríos a su lado, veintidós adultos y dos niños, que hacía días habían dejado de implorar agua convirtiéndose en mudos compañeros de viaje, eran el triste resultado de veintidós días a la deriva.
Durante la travesía, otras treintaidós personas más habían perdido la vida y terminado en el fondo del mar. Habían muerto de frío, hambre y sed. Sus propios compañeros de viaje habían arrojado sus cuerpos al agua. Otras habían enloquecido, tras sufrir alucinaciones y se habían tirado por propia voluntad al mar.
Dos de los supervivientes eran jóvenes de Malí; la tercera era una joven llamada Aicha Koné, de 23 años. Era de Boundiali*, un pueblo algodonero en el norte de Costa de Marfil, no lejos de la frontera con Malí. La población, de 60.000 habitantes, se encuentra al pie de dos montañas cerca del río Bagoue, donde es fácil ver hipopótamos.
El 26 de octubre de 2020, como tantos otros que sueñan con un futuro mejor en Europa, se fue de casa, contando su plan únicamente a su hermana, y cruzó la frontera con Malí. Luego viajó en autobús, moto y taxi hasta la frontera con Mauritania.
Pero la frontera se cerró debido a la pandemia, y los meses siguientes pasaron lentamente. Algunas noches Aicha dormía en estaciones de tren; algunos días limpiaba casas para pagarse el viaje que tenía la esperanza de emprender.
Finalmente, fue capaz de conseguir un pasaje a bordo de un cayuco después de prometer dar al capitán el equivalente a aproximadante 500 euros cuando llegara a su destino: las Islas Canarias.
Ahora, imágenes de la tragedia que había vivido pasaban delante de sus ojos como una película de terror: la llegada a la playa con la complicidad de la madrugada junto a otras 59 personas que, como ella, estaban aterradas y eran empujadas a palos por los traficantes para que subieran al cayuco; la inmensidad del océano, el olor intenso del mar, y el destello cegador del sol en el agua; la falta de alimentos y de agua potable a los dos días de emprender el viaje; el motín que se produjo en la patera y los patrones que les acompañaban apaleando a los subordinados; un hombre suplicando que le dieran agua y ella misma quitándose un zapato para recoger agua del mar y acercárselo a la boca; el sonido de los cadáveres que arrojaban al agua tras un breve rezo; el sol implacable sobre su cabeza…
Después de cerca de dos semanas en el mar, se hallaban lejos de las rutas marítimas, alejándose de Canarias en un interminable océano vacío.
En su casa en la ciudad de Telde, en Gran Canaria, Juan Carlos Serrano apagó el despertador. Eran las 6 de la mañana del 26 de abril de 2021. Podía oler el café recién hecho que Lidia, su mujer, acababa de preparar en la cocina. Sus hijas, Maider y Nahia, de 17 y 19 años respectivamente, discutían en el pasillo quién sería la primera en pasar al baño.
Juan Carlos, de 52 años, alto y fuerte, cabo de las Fuerzas Aéreas Españolas, siempre tenía a mano su teléfono móvil por si le llamaban para una misión de rescate. Se dirigió a la cocina, donde Lidia ya tenía el desayuno familiar sobre la mesa.
“Estoy de servicio hoy”, le dijo a Lidia, mirándola desde el otro lado del sándwich al que acababa de hincarle el diente. “¿Puedes llevar tú a las niñas a la escuela de idiomas esta tarde? No sé a qué hora volveré a casa”.
“Claro, no hay problema”, respondió Lidia, que trabajaba como secretaria de la escuela. “Las recogeré”.
Poco después, Juan Carlos se despidió con un beso de su esposa y sus hijas y se marchó en coche a la cercana Base Aérea de Gando, una de las más importantes del Ejército del Aire español. Si los aviones de control de tráfico marítimo que patrullaban el mar no detectaban barcos de refugiados, su día consistiría en intensas sesiones de entrenamiento físico, incluidas pesas, natación y carrera.
De hecho, cada seis meses, Juan Carlos y sus colegas de la unidad debían pasar 12 exigentes pruebas físicas para asegurarse de estar preparados, tanto física como psicológicamente, para realizar operaciones de rescate en cualquier momento. Había participado al menos en 20 desde que se unió al Servicio Aéreo de Búsqueda y Rescate (SAR) de las Fuerzas Armadas españolas a los 39 años. Antes de eso, Juan Carlos había sido paracaidista y había participado en varios conflictos internacionales, entre ellos el de Bosnia-Herzegovina a principios de la década de los 90 y en Afganistán en 2012. También había trabajado como voluntario en primeros auxilios con la Cruz Roja.
Juan Carlos siempre había sentido un fuerte deseo de ayudar a los demás, sentirse útil, y se había unido al equipo del SAR porque se sentía particularmente impulsado a ayudar a los refugiados. En la década de los 40, después de la Guerra Civil, sus padres se habían trasladado de su pequeño pueblo en el noroeste de España a Bilbao, en la costa norte del país, en busca de una vida mejor.
Durante su etapa de paracaidista, Serrano aprendió muy bien que en la guerra, los que más sufren son los pobres que no pueden exiliarse y son explotados por personas que se benefician de su vulnerabilidad.
En ese momento, en coche hasta el trabajo, Juan Carlos no tenía ni idea de que ese día iba a ser diferente a cualquier otro.
Búsqueda y rescate
Alrededor de las 10:15 de la mañana, un Delta 4 pilotado por Álex Gómez, del 802 Escuadrón del Ala 46 del Ejército del Aire, volaba sobre el Atlántico en un vuelo de vigilancia de tráfico marítimo. Cuando el avión estaba a unos 500 kilómetros al suroeste de las Islas Canarias y a una altitud de 700 metros, el tripulante Serafín Santana, sentado a la derecha de Gómez, divisó un punto negro a unos 10 kilómetros de distancia. Mirando hacia delante a través de la ventana de la cabina, solo pudo distinguir un barco a la deriva en el mar en calma, un barco tan pequeño que casi lo pierde de vista. Y Santana se sorprendió al verlo; estaban lejos de cualquier ruta de navegación.
“¡Comandante, hay algo ahí abajo!” dijo a través del micrófono de su auricular, sin despegar los ojos del barco.
“Vamos a echar un vistazo,” respondió Gómez.
Cuando se acercaron al barco y descendieron a unos 300 metros, vieron que era un cayuco, el tipo de embarcación de pesca de madera que suele transportar migrantes desde África, y que había cadáveres a bordo. Dieron varias pasadas sobre la frágil embarcación mientras Santana hacía fotos. Luego pasó por USB las imágenes al comandante Gómez, que fue capaz de verlas en la pantalla de su ordenador a bordo y ampliarlas. Contaron 17 cuerpos, todos inmóviles, agrupados y amontonados unos contra otros. No sabrían hasta más tarde cuántos cadáveres más yacían enterrados debajo.
Gómez se estremeció, luego miró por la ventana. De repente, algunos de los cuerpos comenzaron a moverse. Una mujer joven levantó débilmente un brazo, tratando de saludar. Un joven trataba de levantar una de sus manos con la ayuda de la otra. Y una tercera persona, también joven, estaba haciendo todo lo posible por ponerse en pie. Dios mío, pensó Gómez. Tenemos que buscar ayuda.
Eran las 10:25 de la mañana. El comandante rápidamente informó al mando naval, luego contactó con el Centro de Coordinación de Rescate (RCC), ubicado en Gran Canaria, para darles las coordenadas exactas del cayuco. Se enviaría un helicóptero para intentar rescatar a los supervivientes y un buque militar para remolcar la embarcación a tierra.
En un par de horas, un Eurocopter Super Puma bimotor pilotado por Ignacio Crespo, comandante de las Fuerzas Aéreas de la RAE, había despegado del RCC y se dirigía a la isla de El Hierro, la parada de repostaje más cercana al cayuco a la deriva. Sentados en la parte trasera del helicóptero estaban el cabo primero Juan Carlos Serrano junto al sargento primero Fernando Rodríguez, ambos con sus trajes de vuelo con el emblema de la división SAR: un ángel que lanza un salvavidas desde el cielo.
Después de repostar, Crespo volvió a poner en marcha el helicóptero, dirigiéndose hacia el suroeste. El Delta 4 voló delante del helicóptero, guiándolo hasta el barco. Ese día las condiciones eran viento en calma y cielo despejado.
Finalmente, el cayuco apareció en el horizonte. Crespo miró su reloj: las 4 de la tarde. Cuando el helicóptero sobrevoló la embarcación, hizo los cálculos de combustible y determinó que no tendrían más de 30 minutos para rescatar a los supervivientes antes de regresar a El Hierro.
Dentro del helicóptero, el cabo primero, Juan Carlos Serrano, junto a su compañero, el sargento primero, Fernando Rodríguez, se preparaban para descender a la patera ajustándose el arnés que les permitiría descolgarse en un cable de acero desde la escotilla abierta del helicóptero. Estaban tranquilos, concentrados; no era la primera vez que participaban en un operativo de este tipo. Junto a ellos se encontraba el mecánico y operador de grúa, David Rodríguez, y la teniente enfermera, Cristina Justo. Al mando del helicóptero el comandante Crespo y su copiloto, Víctor Casquero.
Juan Carlos Serrano activó en el cronómetro de su reloj los 30 minutos de los que disponían para rescatar a los supervivientes. Como hacía en todas las operaciones de rescate en las que había participado hasta entonces, unas veinte o treinta, se abstrajo de todo sentimiento y se concentró en su misión: rescatar vidas. La cuenta atrás había comenzado.
“No va a ser fácil a bordo del cayuco”, gritó el sargento primero Rodríguez, el operador de la grúa, por encima del ruido atronador de las hélices del helicóptero y el rugido de su motor. Una de las desventajas del tiempo en calma era que las hélices del helicóptero hacían moverse la pequeña embarcación como una peonza.
La enfermera Justo les recordó que “algunos de los supervivientes estarán muy débiles e hipotérmicos.”
“Podemos ahorrar tiempo usando la correa de elevación en lugar de la camilla”, dijo Serrano. En una embarcación pequeña como el cayuco, la correa en forma de arnés sería más fácil de maniobrar que las camillas.
David Rodríguez ayudó a los dos miembros del equipo de rescate con sus arneses, que estaban conectados a un cable de acero de 75 metros que descendería desde la escotilla abierta.
Mirando desde la abertura del helicóptero, Juan Carlos pudo ver el cayuco balancearse como una peonza debido a la columna de aire que provocan las hélices del helicóptero y el rebufo de su motor, que giraban a unos 30 metros de altura.
Acostumbrados a ser recibidos como ángeles de la guardia, lo normal era que los pasajeros de la patera se irguieran para señalar su posición al helicóptero, pero la sensación era extraña. No ocurría nada allí abajo.
Los hombres del SAR están habituados a estas duras misiones de rescate en las islas Canarias. Saben que al localizar esta clase de embarcaciones la alegría suele desbordar a sus tripulantes cuando aparece una aeronave en el cielo que les recuerda que ha merecido la pena arriesgar sus vidas para hacer realidad su sueño.
Sin embargo, en esta ocasión, nadie se movía dentro de la patera, únicamente parecían dar señales de vida dos personas. Al cabo primero le pareció que la chica, desde la popa de la embarcación, se había movido, pero no estaba seguro.
En esos momentos, Aicha, semiinconsciente y en un sueño febril, intentaba subir una mano, aunque su cuerpo no le respondía. Débilmente abrió los ojos y miró al cielo azul. Deshidratada y entumecida, apenas podía moverse, pero de alguna manera pudo sentarse. Ya sin atreverse a esperar que ella o cualquier otra persona pudieran ser salvadas, se preguntaba si el helicóptero era real. Una vez que se dio cuenta de que lo era, comenzó a llorar. Me han encontrado. Y por la gracia de Dios, seguía viva.
Una fosa común
El primero en descender por el cable de acero fue el sargento primero, Fernando Rodríguez. No lo hizo sin dificultad. David Rodríguez, el operador de grúa, consiguió, después de varias maniobras de máxima dificultad, que Fernando se descolgara y pusiera un pie en la patera. En ese momento, Juan Carlos miró su cronómetro y vio que se habían consumido 14 de los 30 minutos disponibles para culminar el rescate. Con su arnés bien ajustado y los cinchos de arriado para subir a los posibles supervivientes, se dispuso a descender hacia la patera. Disponía de 16 minutos para rescatarlos.
Desde el aire, según descendía con la ayuda del operador de grúa, la escena era dantesca. Lo primero que sintió golpeando su nariz fue el desagradable y penetrante olor de la putrefacción de los cadáveres en descomposición y, a medida que iba bajando, pudo ver los cuerpos de los muertos en posiciones inverosímiles desperdigados por toda la patera, hinchados tras muchos días en alta mar.
Juan Carlos intentaba abstraerse de tanta desgracia y pensar solo en salvar a las personas que estuvieran con vida. No podía titubear. No podía paralizarle el horror que estaba viendo. Tenía que ser frío. Tenía que sacar con vida de allí a los supervivientes.
Los tres supervivientes, dos en la popa y uno en medio de la embarcación, solo abrían mucho los ojos y los miraban, atónitos, sin comprender nada, y el cabo primero pensó que no sabían lo que estaba pasando. Estaban tan débiles que no podían hablar. Se encontraban al límite de sus fuerzas, literalmente entre la vida y la muerte. Una era Aicha, envuelta en un anorak rojo pálido y pantalones de chándal grises junto a un adolescente con vaqueros rotos y camiseta. El tercer superviviente era un hombre joven con un impermeable y pantalones vaqueros; parecía el más lúcido.
Juan Carlos se apresuraba en terminar de poner los arneses a dos de los supervivientes. Con una señal, el cabo primero miró hacia el cielo e indicó al operador que ya podía subirlos.
Mientras ascendían dejando bajo sus pies el horror, con el zumbido del helicóptero sobre sus cabezas, Fernando, el sargento primero, les guiaba para que subieran estables y que sus cuerpos no giraran mucho.
Con los tres supervivientes ya a salvo, era el momento de comprobar si había alguien más con vida en ese infierno. Juan Carlos sacó de uno de sus bolsillos el pulsi, un aparato utilizado por los rescatadores en este tipo de misiones para detectar las constantes vitales de las víctimas. Determinó que no había más supervivientes. Un remolcador enviado por Salvamento Marítimo llegaría en unas horas para remolcar el barco hasta la costa.
Los rescatadores se miraron el uno al otro. Se había consumido ya todo el tiempo disponible para finalizar el rescate. El cronómetro de Juan Carlos indicaba 34 minutos, pero los supervivientes estaban a salvo y recibiendo en el helicóptero los primeros auxilios. De eso se estaba encargando la teniente enfermera, Cristina Justo.
El aparato podía irse sin ellos. Sabían que había otro helicóptero de respaldo ya en El Hierro y estaban dispuestos a quedarse en medio del océano entre los cadáveres.
El comandante Crespo, desde la cabina del helicóptero, valoraba esa posibilidad. El copiloto, Víctor Casquero, recalculó en ese momento el combustible disponible. No era necesario avisar al RCC para que despegara el segundo helicóptero desde El Hierro. Disponían de unos minutos más para subir a los dos rescatadores.
En unos minutos acoplaron sus arneses al gancho grúa. Según ascendían, dejando bajo sus pies esa pesadilla, el sargento primero, Fernando Rodríguez, empezó a vomitar. Ya dentro del helicóptero, con el horror bajo sus pies, los dos rescatadores se abrazaron y se echaron a llorar.
Fueron a comprobar a los tres supervivientes, que estaban recibiendo primeros auxilios. De los tres, el joven era el que estaba en mejores condiciones; el adolescente estaba en las peores. Aicha, por su parte, estaba consciente pero era incapaz de decir una palabra. Al ver sus pies descalzos, Juan Carlos consiguió un par de calcetines de su mochila y se los puso.
Según se alejaban volando hacia El Hierro, hacia la vida, el sol se iba poniendo en el horizonte, tras el helicóptero, envolviendo de sombras al cayuco y a sus muertos.
Un emotivo encuentro
Los tres supervivientes fueron trasladados al Hospital Universitario de Canarias, en Santa Cruz de Tenerife. Aicha Koné estuvo en el hospital durante casi una semana antes de ser trasladada a un hogar de acogida. (Los otros supervivientes también recibieron atención; el más joven fue enviado a un hogar de acogida y el mayor a un centro para migrantes mientras se tramitaba su caso. Juan Carlos ha intentado averiguar sin éxito si se quedaron en España).
En los días posteriores al rescate, Juan Carlos no se podía quitar a Aicha de la cabeza. Era como sus hijas, y estaba sola. Tras hablar con su mujer y sus dos hijas, decidió visitar a Aicha junto a su familia en la casa tutelada en la que se encontraba recuperándose y ofrecerle un hogar: el suyo propio. Quería ayudarla.
Juan Carlos le planteó a su mujer y a sus hijas incluso pedir su tutela. Tanto su mujer como sus hijas le apoyaron incondicionalmente en esa decisión.
Un sábado a principios de mayo, fueron todos a visitarla al hogar donde se alojaba. “El reencuentro fue muy emotivo para los dos”, recuerda Juan Carlos. Aicha lo abrazó y lloró desconsoladamente entre sus brazos. No quería soltarle. Aicha no había visto a Juan Carlos desde ese horrible día, pero lo reconoció inmediatamente.
Juan Carlos y su familia le llevaron regalos, entre ellos una libreta en la que le pidieron que anotara sus teléfonos, algo de ropa y una mochila. Con la ayuda de un intérprete (Aicha habla francés) y las hijas de Juan Carlos, que estudian francés, Aicha dijo que tenía planes para vivir con unos parientes en París. Finalmente, no se quedó a vivir con Juan Carlos y su familia, “aunque se sintió muy agradecida y lloró emocionada”, recuerda Juan Carlos.
En agosto de 2021, Aicha voló a París, donde espera los papeles de residencia. Ahora tiene 25 años y sueños por cumplir: le gustaría aprender inglés y español, y espera inscribirse en la escuela de enfermería (un plan que tomó forma después de que estableciera un vínculo con su cuidadora en Tenerife). Incluso piensa que algún día podría establecerse en España.
Juan Carlos y su familia siguen manteniendo contacto con ella y tienen la intención de visitarla en un futuro. Tanto él como su familia tienen claro que siempre la van a ayudar.
Juan Carlos Serrano no se siente un héroe. “Héroes son ellos. Nosotros hacemos un trabajo para el que hemos sido entrenados, con mucha vocación”, afirma. Y añade que, después de participar en misiones como esta, “uno entiende que estas personas se embarcan en esos cayucos, no por placer o capricho, sino buscando una vida mejor para ellos y sus familias, jugándose la vida, y casi siempre engañados”.
Tanto Juan Carlos como Fernando imparten cursos de supervivencia. Se maravillan de que Aicha y sus dos compañeros sobrevivieran tanto tiempo sin agua, pero ya habían visto antes a otras personas sobrevivir en situaciones extremas.
“La capacidad del cuerpo humano para soportar esas condiciones es asombrosa. Pero las historias más grandes de supervivencia son las de la gente que tiene voluntad de vivir.”
Hoy Aicha Koné afirma: “Cuando llegué por primera vez a España, me arrepentí de salir de casa y arriesgar mi vida. Estuve muy cerca de la muerte. Pero ahora, estoy centrada en construir mi futuro.”
Según la Organización Internacional para las Migraciones, con sede en Ginebra, 1.109 migrantes murieron en el Océano Atlántico en 2021 tratando de llegar a las Islas Canarias en barco en busca de una vida mejor huyendo de la guerra, el hambre y la pobreza de sus países. Es la cifra más alta en un solo año desde que la ONU comenzó a recopilar datos en 2014. Se cree que la cifra total es mucho mayor.
En una visita a la Base Aérea de Gando en enero pasado, la ministra de Defensa, Margarita Robles, felicitó al Ejército del Aire español por el trabajo que realizan cada día en el Atlántico, destacando el rescate de los tres supervivientes en abril de 2021. “La humanidad que se puso es algo que no olvidaré nunca”, dijo.