Accedemos en coche por un estrecho camino de tierra ondulante y llegamos a lo alto de un cerro. Un pequeño edificio con una cúpula aparece ante nosotros. Bajamos todos del coche y en cuestión de minutos nos han montado un telescopio móvil en el campo. Julio Pereira apunta con un rayo láser hacia el cielo —de momento estrellado— del pequeño municipio pontevedrés de Forcarei. Tras unos días de fuertes lluvias en mitad de agosto, el cielo parece por fin dispuesto a abrir el telón ante nosotros para mostrarnos todo su espectáculo.
He quedado con nuestro anfitrión, Evaristo Alfaya, biólogo de formación y profesor de vocación, tras ponerse en contacto conmigo durante el pasado confinamiento con una propuesta de un posible reportaje sobre ciencia. Contactamos en mitad de mi cita estival gallega y nos encontramos con Alfaya, Susana Agulla, Julio Pereira y Enrique Alonso, que forman parte de un entusiasta grupo de aficionados a la astronomía, donde hay astrofísicos, empleados de banca o biólogos. Pero todos con una pasión común: poner sus ojos en el firmamento y contribuir a la divulgación científica.
Tras una invitación, mascarilla mediante, a disfrutar de la gastronomía local de croca de ternera, una tierna y sabrosa pieza de la reconocida vaca gallega, y deliciosas patatas fritas de la tierra, nos disponemos a visitar el pequeño Observatorio Astronómico de Forcarei, de la FC3 (Fundación Ceo, Ciencia y Cultura), un organismo sin ánimo de lucro creado en 2007 gracias al tesón de un grupo de astrónomos vocacionales con el objetivo de dar cobertura a proyectos de divulgación e investigación científica. Hoy día forma parte del Minor Planet Center (MPC) de la Unión Astronómica Internacional.
Junto a mi marido, mis dos hijas de 6 y 8 años, y una sobrina de 10, accedemos entusiasmados y sabiéndonos plenamente legos en la materia a un terreno desconocido para nosotros, ni más ni menos que el firmamento.
En cuestión de minutos, nos encontramos turnándonos para mirar por el telescopio la Luna, que se esconde tras unas débiles nubes; los anillos de Saturno, el segundo planeta más grande del Sistema Solar y cuya propia gravedad atrae esos halos de fragmentos de agua congelada o las lunas de Júpiter, el mayor planeta del sistema solar. Las mismas lunas que vieron por primera vez los ojos de Galileo Galilei en 1610. Hoy, nuestros ojos además no paran de detectar los satélites artificiales que surcan el cielo y controlan las telecomunicaciones de los humanos aquí abajo.
Julio Pereira es el operador del telescopio y nos relata algunas leyendas relacionadas con las constelaciones y galaxias sobre la creación de la Vía Láctea, que podemos vislumbrar como un pálido haz de luz esta noche. En la historia de la humanidad se han forjado todo tipo de historias románticas para explicar la cúpula que ven nuestros ojos cada noche, y de alguna manera, crear una narrativa plausible a la inmensidad y el abismo que nos rodea. Según la mitología china, nos cuenta Pereira, la diosa Zhi Un, representada por la estrella Vega, bajó a la Tierra y se enamoró de un mortal llamado Niu Lang, representado por la estrella Altair. Niu Lang fue elevado al cielo por su amante, y enterados los dioses de este sacrilegio, separaron a los enamorados por un río de estrellas: la Vía Láctea. Sin embargo, las aves del cielo, compadecidas, crearon un puente sobre este río entre ambas estrellas para que se pudieran juntar. Este puente se corresponde con la constelación del Cisne. Desde la Antigüedad, los seres humanos no han dejado de fabular sobre el firmamento con nombres y visiones de animales sobre algo que nos supera, en un ejercicio de viva imaginación.
Hoy, gracias a la tecnología, disponemos de mucha más información que poco a poco nos va desvelando algunos secretos del infinito. La Estrella Polar, fija en el cielo y eje de la tierra. Constelaciones, nebulosas, planetas, supernovas… Galaxias cuya luz hoy proviene de millones de años atrás, como un espejismo remoto. Conceptos complejos de asimilar por el común de los mortales, y para los que la mente humana no está preparada para entender a la primera.
Al cabo de un rato pasamos al edificio que alberga el telescopio principal. Son dos plantas de un edificio circular, que funciona como centro de trabajo, almacén y centro de control del telescopio. Nos sentamos en la planta baja a ver una proyección sobre el trabajo divulgativo que realiza el observatorio y algunas de las fotografías que ha captado el telescopio. Cuando finaliza, subimos por la escalera a la planta alta, de cinco metros de diámetro, que alberga la cúpula donde está situado el telescopio. El edificio pivota sobre una columna que evita cualquier movimiento milimétrico que pudiera afectar al enfoque de el telescopio. Un ordenador en el centro de la sala nos muestra una pantalla con el firmamento. Una por una, las tres niñas mueven el ratón para situarlo en algún punto del firmamento: la Estrella Polar, Júpiter o la Luna. Al hacer clic sobre el objetivo, el telescopio empieza a girar y apunta al lugar elegido. Lentamente, la cúpula se abre y aparece el cielo sobre nuestras cabezas. Esta máquina de tecnología tan sofisticada que puede captar el espacio profundo, es del mismo fabricante que el famoso Hubble, y posee una lente de 50 centímetros de diámetro, tan delicada que, según nos cuentan, la envían a limpiar a una empresa especializada en Italia.
Al cabo de un rato, bajamos de nuevo las escaleras. Salimos fuera del edificio. La oscuridad ya es total, y en medio del campo pontevedrés, esta noche de agosto hace frío, es más de media noche y las niñas están cansadas, pero fascinadas.
En el coche de vuelta a nuestro apartamento de verano, mientras tres niñas duermen en el asiento trasero, bajo la ventanilla y miro hacia arriba. El cielo, que se empieza a empañar con nubes, me parece ahora incluso más fascinante. Y la pasión y tenacidad de los humanos, aún más.