Hace unos meses, me encontré con alguien en Facebook a quien había visto por última vez cuando terminé el colegio, en 1967. Sin embargo, la última vez que interactuamos fue en séptimo curso, cuando él me pidió que le dijera a una de mis amigas que le gustaba. Después de eso, las cosas sucedieron como siempre pasa: las amistades cambian, algunos chicos crecen rápidamente y otro lentamente, y todo el mundo sale al mundo para hacer lo mejor que puede. Me sorprendió que este ex niño terminara en mi pequeña ciudad, a 3.000 kilómetros de nuestro pueblo natal, así que le envié un mensaje, quedamos para tomar un café, encuentro que pospusimos durante meses. Esta semana, por fin logramos vernos. Yo llegué un minuto tarde a la cafetería. Había una fila corta, y mientras me formaba dije “¿______?” Él se dio la vuelta. Le dije: “Podría reconocerte en cualquier lado”. Y lo habría hecho. ¿Todas las caras que conoces cuando eres niño se te graban tanto que sus líneas saltan a la vista, con las diferencias que se hayan dado durante ese tiempo?
Compró un muffin y me compró un bagel. Despejé una mesa y nos sentamos junto a la ventana. “Tengo que admitir que no tenía ni idea de que fueras famosa hasta ayer, cuando le mencioné a una amiga que tomaría un café contigo, y ella gritó ‘¡Jane Smiley!’”, me dijo. Me reí y le dije: “¿Puedo citarte?” La fama intermitente es la especialidad de los escritores.
Quedó claro que yo lo recordaba mejor de lo que él se acordaba de mí. Él era un poco salvaje en el colegio, mientras que yo era, como él dijo, tranquila y estudiosa. Le dije: “Y siempre en las caballerizas”.
“No sabía que hacías eso”, me dijo. Ésa fue mi primera lección: que la mayor parte de tu vida está oculta a la gente que ves todos los días, día tras día, durante años. Yo estaba tranquila; nadie murmuraba sobre mí. Él era salvaje: todo el mundo murmuraba sobre él. Continuamos hablando.
Algunos de nuestros compañeros habían muerto. Intercambiamos nom- bres. Los que recordábamos habían muerto jóvenes, con 20 años. Uno se suicidó. Yo no me había enterado. Habían pasado cuarenta y cinco años. Hablamos de los profesores. Él no recordaba a nadie con cariño. Mi favorito, un hombre que parecía divertido y subversivo, le había acusado de plagio. En represalia por lo que yo considero una broma bastante rutinaria, el director del colegio había escrito a las universidades a las que mi compañero de café había solicitado plaza, diciéndoles que no era un buen candidato. Para mí, el colegio había sido un escape suave, la primera etapa de mi lanzamiento hacia el verdadero aprendizaje. Para él, había sido un callejón sin salida, seguido de otro y otro. Tal vez el director y su padre habrían visto su destino como un merecido castigo por ser salvaje, imprudente, descontrolado. Como madre de dos chicos ahora en sus 20 y 30 años, me horrorizó la venganza del director.
Mi compañero repentinamente me miró a los ojos y se disculpó por todo lo que pudo haber dicho o hecho que me hicera daño hace tantos años. Lo intenté, pero no podía recordar nada, y dije que sí, pero esa fue mi segunda lección: la vista de todo el mundo hacia el pasado es telescópica, estrecha y aguda, oscura para algunos, brillante para los demás.
Nosotros catalogamos nuestras aventuras, nuestra educación, nuestros hijos, nuestros matrimonios, nuestras crisis de la madurez, las ansiedades de las que de alguna manera nos hemos librado. Normalmente soy consciente de que detrás de cada comunicación hay una gran cantidad de imágenes, ideas, emociones y recuerdos, pero estar sentada con esta cara conocida que no había visto en 47 años enriqueció esa sensación de plenitud. ¿Fue aún más extraño que él hubiera estado en muchos lugares en los que nunca he estado, y nunca iré (India, sureste de Asia, Sudamérica), o que hubiéramos estado en muchos lugares en la misma época (Iowa, Big Sur, mi propio pueblo)? Me lo imaginé desapareciendo por una esquina justo cuando yo entraba en esa calle, viendo las mismas cosas al tiempo, pero nunca coincidiendo.
Ambos tenemos a un padre vivo, de unos 90 años, así que nuestras vidas no han terminado, pero están en su etapa de culminación. Acabo de publicar la primera de una trilogía de novelas que tamiza la historia de la generación de mis abuelos, la de mis padres, la mía y la de mis hijos. Mi compañero de café está a punto de embarcarse en un proyecto de construcción que le proporcionará trabajo y casa durante un largo tiempo, ha encontrado en dónde quiere establecerse. Estamos en edad de jubilación, de vejez y de nietos.
Después de una hora, los dos teníamos cosas que hacer; era hora de despedirnos. Le dije que me había gustado nuestra charla y que “deberíamos quedar”. La respuesta estándar a esta frase es “Sí, deberíamos”, después de lo cual, lo más probable es que nunca vuelvas a ver a esa persona otra vez. Él dijo: “Ya veremos”. Me sorprendió, pero ésa fue otra lección: la introspección y consideración llevan a la honestidad con uno mismo, la honestidad con los demás. El impulsivo chico que yo recordaba se había convertido en un hombre que se conoce a sí mismo, alguien que ha investigado sus sentimientos y su historia, que ha buscado lentes para ver lo que necesita ver. Mi objetivo, escribir libros, ha hecho algo similar conmigo. Normalmente, las relaciones duran años, y los amigos y familiares con los que nos encontramos y que nos acompañan en su mayoría siempre aparecen igual, y tal vez cuando cambian, no nos gusta. Pero, de repente, y solo por un momento, vislumbré la totalidad de una vida, y por ese momento, le quise.