“Nunca me habían interesado los molinos de viento”, me dice Jan Suurmond mientras sonríe al otro lado de la mesa de madera en la cocina del interior del molino De Onrust. Este hombre de 63 años es uno de los tres molineros voluntarios que operan De Onrust, uno de los últimos molinos de viento activos en Holanda que funciona en un pólder (término neerlandés para los terrenos ganados al mar en los Países Bajos). Hasta el siglo pasado, miles de molinos de viento como este controlaban el nivel de las aguas subterráneas en los terrenos bajos ganados a mares, lagos, áreas de marea y zonas protegidas por diques.
“Para mí, los molinos de viento eran parte de esa imagen romántica del pasado holandés, junto a los tulipanes, el queso y los zuecos de madera, pero no pensaba que pudieran tener un rol relevante”, añade. Su perspectiva cambió hace unos diez años, cinco antes de jubilarse de KLM, donde trabajó como auxiliar de vuelo, inspector de rutas e instructor de tripulación de cabina. Paseaba en bicicleta por los alrededores de Muiderberg, su pueblo natal, cerca del pólder de Naardermeer, al sudeste de Ámsterdam, cuando la curiosidad lo llevó a detenerse en De Onrust.
“Conocí al operador del molino, un ex ingeniero de vuelo de la fuerza aérea”, recuerda Suurmond. “Eso generó un vínculo de inmediato”. Me explicó todo sobre el molino. Cuando me fui de allí unas horas más tarde, ya estaba apuntado a un curso para trabajar como molinero voluntario”.
Es una mañana templada de invierno gris. Las praderas repletas de vegetación están cubiertas por una delgada capa de nieve y tal vez haya unos dos centímetros de hielo en los canales del pólder a cada lado del molino De Onrust. Nos sentamos a tomar un café. En el centro de la pequeña habitación hay una cocina de hierro fundido y en las paredes fotos de molinos y retratos de molineros que se remontan al siglo XIX. Lo único que falta es el rítmico zumbido de las aspas, el golpeteo de la gran rueda de paletas y el salpicar del agua bombeada desde el canal inferior hacia el superior y luego enviada al mar a través del Río Vecht.
El molino no puede operar hoy, me ha explicado Suurmond cuando me dio la bienvenida en el dique. “Extraería agua de debajo de la delgada capa de hielo y eso podría ser peligroso cuando, dentro de unos días, vaya gente allí a patinar”. La imagen mental que generó este relato, de una escena invernal del siglo XVII con niños patinando sobre el hielo en un canal del pólder entre sauces y molinos de viento, habría sido perfecta de no ser por el ruido de los 12 carriles de la autopista A1 que conduce a Ámsterdam y se encuentra a mis espaldas, y el estruendo de un tren en el horizonte.
La región de Naardermeer, parte tierras cultivables y parte santuario de aves, es uno de los 4.000 pólderes en Holanda que constituyen los cimientos de este país como actor reconocido mundialmente en materia de gestión de aguas e ingeniería acuática. Teniendo en cuenta que prácticamente la mitad del país se encuentra bajo el nivel del mar, para los holandeses el cambio climático es tanto un desafío local como una oportunidad de negocio global. Es posible encontrar empresas de ingeniería holandesas y consultores desde Nueva York y Louisiana hasta Bangladesh y Dubai.
Me sorprendí mucho al enterarme de que De Onrust (nombre que significa “regulador”), una estructura de 15 metros de altura cubierta con techo de paja y aspas de 26,2 metros de longitud, es, en realidad, la única instalación que controla el nivel de agua en el pólder y en el lago de Naardermeer. Aquí no hay bombas modernas a diésel ni eléctricas. Suurmond me explica que originalmente se habrían necesitado entre siete y diez molinos de viento alrededor de este lago para bombear y extraer toda el agua. Pero una vez que el lecho del lago se secó parcialmente, un solo molino fue suficiente para evitar que volviera a llenarse.
Luego subimos por una escalera empinada hasta el segundo piso del molino. El molinero señala un rincón donde se unen dos enormes vigas. Cada una de ellas está marcada con el número romano VII. “Estos molinos de pólder son desmontables”, explica. “Se pueden desmontar, desarmar y trasladar a otro lugar para su reutilización. Todas sus partes se conectan con cuñas y clavijas de madera. Cuando los pólderes se secaban, la mayoría de los molinos se trasladaban a otros proyectos. Tecnología antigua, pero ingeniería brillante”.
Fue precisamente esto lo que encendió su pasión por los molinos de viento diez años antes. Durante dos años, Suurmond ayudó en De Onrust, mientras aprendía sobre los diferentes molinos de viento, sus componentes, características y usos. La formación concluyó con un examen oficial.
Sonríe y añade: “Me encontré frente a tres hombres mayores que me bombardeaban a preguntas”.
El examen lo convirtió en uno de los 900 molineros voluntarios existentes, además de otros 2.000 que mantienen en funcionamiento los restantes molinos de viento del país y unos 50 profesionales que prestan servicios a tiempo completo. Los voluntarios pertenecen al sindicato nacional de molineros, het Vrijwillige Molenaarsgilde, fundado en 1970.
Maarten Dolman, de 57 años, es un ejemplo de molinero clásico, en la que la profesión se transmitía de padre a hijo. Dolman opera el Windotter, un molino harinero en IJsselstein, a unos 50 kilómetros al sur de Ámsterdam, restaurado en la década de 1980. Su padre, Karel, fue cofundador del sindicato nacional de operadores de molinos harineros y Maarten es el actual presidente.
En mi visita al molino Windotter, se encuentra en pleno funcionamiento. Sobre la pasarela, una plataforma elevada rodea la estructura desde donde Dolman puede hacer girar la parte superior del molino y las aspas contra el viento. Observo cómo giran al ritmo de un viento suave sobre el telón de fondo del centro histórico de la ciudad. En el interior, el crujido y el golpeteo de madera sobre madera acompaña el movimiento del poste central del molino mientras impulsa los engranajes y las piedras que muelen los granos hasta convertirlos en harina.
“Cuidado, no se golpee la cabeza con esta viga”, dice Dolman, mientras subimos al nivel superior del molino. Allí, un inmenso conducto de hierro fundido, la única parte que no está hecha de madera, transfiere la fuerza de rotación de las aspas hacia el poste central. Continúan las advertencias para que no me haga daño y esté atento a que mi ropa no se enganche, lo que me hace sentir algo intimidado por esta gigantesca máquina y su potencia.
A finales del siglo XVII, la era dorada de Holanda caracterizada por su florecimiento económico y cultural, existían más de 10.000 molinos de viento en este pequeño país. Allí cortaban madera, prensaban aceite, molían maíz, producían papel y se realizaban muchas otras tareas industriales, pero en su mayoría eran molinos de pólder que bombeaban agua, como el De Onrust. Se mantuvieron operativos hasta que la tecnología eólica se quedó obsoleta a raíz de la invención de la máquina de vapor y, después, el motor de combustión.
Hacia finales de la Primera Guerra Mundial, la mayor parte de los molinos de viento fueron abandonados, destrozados o se deterioraron por falta de mantenimiento. “El Windotter se cerró en 1917”, comenta Dolman. “Todos los componentes se desmontaron y la construcción quedó vacía”.
Esta situación cambió tras la Segunda Guerra Mundial. “Todo se lo debemos a la reina Guillermina”, dice. Fue jefa de estado de 1898 a 1948, y se sintió profundamente conmovida por el estado general de los molinos de viento al recorrer el país tras su regreso del exilio en Gran Bretaña una vez terminada la guerra. Llevó al gobierno a declarar los molinos de viento monumentos del estado en 1946, lo que abrió paso a la asignación oficial de fondos para su restauración y mantenimiento.
Esta iniciativa dio al país algunas de sus atracciones turísticas más emblemáticas, como el museo en el pueblo de Zaanse Schans, con 16 molinos de viento, y los 19 molinos que alberga el pueblo de Kinderdijk, lugar declarado Patrimonio Mundial por la UNESCO. Atraen a millones de visitas de distintos países todos los años.
“En 1970 se restauraron 950 molinos, pero solo entre 10 y 15 estaban operativos”, recuerda Dolman. Luego se fundó el sindicato de molineros voluntarios con el fin de volver a despertar el interés en el oficio y coordinar la formación de voluntarios. Durante los últimos 50 años se han recuperado más de 300 molinos más.
“Hoy contamos con 1.256 en estado operativo, mantenidos por casi 3.000 voluntarios”, afirma Dolman. Además, aún quedan 108 molinos de agua en el sur y sudeste del país.
La bandera azul en el exterior avisa que se puede acceder a visitar las instalaciones para mantener vivo el interés por los molinos de viento. En algunos, especialmente en zonas turísticasmuy populares, se cobra entrada. En otros, como el Windotter, es gratuita. En De Onrust, Suurmond comenta: “Solo tenemos un recipiente para donaciones voluntarias".
Muchos colegios organizan excursiones a molinos de viento como parte de su plan de estudios. Un destino habitual para visitas escolares es un molino de viento donde se produce papel en el pueblo de Westzaan, muy acertadamente llamado De Schoolmeester. Westzaan era parte de la zona ubicada sobre el Río Zaan donde al menos unos 600 molinos de viento conformaban la primera región completamente industrializada de Europa en el siglo XVIII. De Schoolmeester es hoy el último molino productor de papel impulsado por viento en el mundo.
Aquí la energía eólica no se utiliza para bombear o moler, sino para golpear y cortar telas de algodón hasta convertirlas en fibras y activar la máquina que se utiliza para producir el papel. Las gruesas y pesadas láminas se secan en el viento en un granero entreabierto antes de su comercialización.
Mientras Arie Botterman, molinero de 64 años, me explica cómo comenzó a trabajar en este molino con 18 años, llega una excursión de niños.
"¿Sabéis de qué está hecho el papel?”, le pregunta al grupo. Las manos se levantan mientras se van sucediendo distintas respuesta. Al cabo de unos minutos Botterman explica que “no, el pergamino se elabora a partir de pieles de animales”, y “no, el papiro en realidad no es papel”, y “no, el papel proviene de bosques destinados a producción y no afecta ni las selvas tropicales ni el cambio climático”.
Luego lleva al grupo a las salas de almacenamiento donde los trabajadores, en su mayoría mujeres y niños, preparaban y cortaban las telas de algodón. El lugar es una muestra viva de las condiciones en las que se trabajaba en el siglo XIX y comienzos del XX. Los niños coinciden de forma unánime en que prefieren ir al colegio.
El mismo molinero no vivía en mejores condiciones que sus empleados. Su situación social estaba apenas por encima de la de un aparcero y el pago que recibía era mínimo.
Nuevamente en De Onrust, Suurmond me muestra la pequeña galería de retratos de molineros en la pared, donde se puede ver su propia fotografía en la parte inferior. Entre las imágenes hay una foto antigua de una familia. “Este molinero tenía mujer y ocho hijos, y todos vivían en esta pequeña habitación”, cuenta Suurmond.
Hoy, los molineros profesionales trabajan principalmente para asociaciones privadas. Los ingresos generados retornan a la fundación.
Sin embargo, lo que sí ha mejorado son las condiciones del molinero. En 2017, El Comité del Patrimonio Mundial de la UNESCO declaró el oficio de operador de molinos de viento como parte del patrimonio cultural de los Países Bajos. Aunque no ha supuesto ninguna ventaja material, Dolman asegura que es muy significativo: “Aún existe el riesgo de que este oficio desaparezca, pero esto permite incorporar nuestra profesión a la sociedad actual. Y nos ayuda a mostrar en qué consiste nuestro trabajo. Hemos recibido fondos para preservar nuestros conocimientos y volcarlos en un libro”.
La publicidad derivada de la resolución de la UNESCO ha ayudado a aumentar el interés entre los jóvenes millennials. "Eso es muy bueno si lo que queremos es mantener los molinos funcionando durante el resto de siglo. Los molinos de viento son geniales”.