Desde el exterior, el imponente edificio de ladrillos parece desolado. Los edificios abandonados no escasean en Madrid tras la crisis inmobiliaria de 2008, pero hay algo diferente en este en particular. En lugar de una entrada cerrada con cadena y candado, la oxidada puerta con un arco iris de pintadas de arosol y carteles despegados, aparece abierta e invita a pasar...
En el interior, personas de todas las edades y colores pasean alegres y decididas. Algunas se detienen para examinar una alta pared llena de carteles en los que se muestran eventos y actividades, mientras que otros saben exactamente hacia dónde se dirigen: una clase de dibujo, tal vez, un taller de lectura o uno de danza africana.
Por encima del alboroto, se escucha un constante ritmo de tambores que suenan al unísono. El sonido proviene de la nave central del edificio. Allí, un grupo de madrileños jóvenes y mayores bailan en círculo, con campanillas en los tobillos y sonrisas en sus caras, entre el humo de perfumado incienso que asciende en espiral.
Veo a un hombre de pelo gris apoyado en una columna observando.
“Pensé que este lugar estaba vacío”, grito en español por encima del sonido de los tambores.
“Lo estaba”, me contesta. “Bienvenida a Tabacalera”.
Madrid es una de las grandes capitales de Europa, una ciudad con una extensa historia y siglos de páginas. Hoy la metrópolis alberga a más de 3 millones de madrileños, ha sufrido una devastadora guerra civil, soportado décadas de dictadura bajo el régimen de Franco y ha sido testigo de un renacer cultural durante los años 70 y 80.
Cuando parecía que la ciudad podía estar entrando en un período de tranquilidad, estalló la burbuja inmobiliaria que llevaba décadas gestándose y arrojó a todo el país a una profunda depresión económica a la que aquí se hace referencia como “La Crisis”. Esto sucedió en 2008. Durante este período de recesión y desaceleración económica que afectó a toda Europa, España fue uno de los países más golpeados. El desempleo juvenil se elevó por encima del 50 por ciento. La ejecución de hipotecas alcanzó a decenas de miles y aquellos que aún tenían trabajo vieron cómo se reducían sus salarios.
En 2011, la agitación llegó a su punto máximo. El 15 de mayo, 20.000 personas tomaron la Puerta del Sol y durante semanas se negaron a abandonar el lugar, pidiendo el fin a la austeridad y la desigualdad económica. Estas protestas inspirarían el movimiento de “Los Indignados” que sacudió al mundo.
Ahora, cinco años después, las cifras indican que la ciudad se encuentra en un modesto aunque frágil proceso de recuperación. ¿Pero habrá logrado sobrevivir su espíritu tras casi una década de graves dificultades económicas?
Mientras estoy en Tabacalera esta mañana de mayo, comienzo a sentir el pulso de Madrid, el constante latir de esa energía rebelde y desafiante que ha convertido merecidamente a la ciudad en la capital de España, un país habitado, podría decirse, por personas con la sangre más caliente del mundo.
“Era una antigua fábrica de tabaco”, me cuenta Begoña Torres, subdirectora general de Promoción de Bellas Artes de Madrid. La fábrica dejó de operar en 1999 y fue donada al Ministerio de Cultura. Había grandes planes para desarrollar allí un sorprendente centro destinado a las artes visuales, pero en 2010 no había dinero para hacerlo y fue preciso detener el proyecto.
“El lugar estaba en ruinas”, comenta Torres. “Pero decidimos que aún así podíamos hacer algo”.
La ciudad utilizó parte de los 32.000 metros cuadrados para desarrollar un espacio de estudio y galería de arte y ofreció el resto a organizaciones artísticas y creativas del barrio para que hicieran lo que les pareciera adecuado.
La autonomía cedida a los vecinos que hoy mantienen viva Tabacalera parece poco común. ¿Por qué el gobierno cedió el control?
“Se trata de un experimento”, afirma Torres. “Y es un éxito”.
“Cuando el dinero se va, todo desaparece: subsidios, festivales”, continúa la subdirectora. “Pero también emerge la genialidad a partir de ahí”.
Tabacalera es un ejemplo de esa genialidad: un enjambre de creatividad que sucede casi sin dinero, gracias a sus miembros y a una administración pública con la voluntad necesaria para confiar en que el público puede cuidarse a sí mismo.
Esa tarde, camino por las coloridas calles de Lavapiés, el barrio donde se encuentra Tabacalera, en busca de otros ejemplos similares. Entro en lo que parece ser un café. Una vez dentro, veo que Ciudadano Grant, que así se llama el lugar, es también librería, galería y bar. En una esquina, altas estanterías repletas con todo tipo de libros de arte, novelas gráficas y cómics independientes tanto de España como importados, recubren las paredes. En otro rincón, un hombre trabaja detrás de un elegante mostrador, sirviendo cafés, bebidas y delicias a clientes que se sientan con sus portátiles, periódicos o libros. En el piso de abajo, tiene lugar la fiesta de presentación de una exhibición de arte pública en la que participa todo el barrio.
Detrás del mostrador está Goyo Villasevil, amable, con poblada barba y voz tranquila. “Estábamos paseando al perro y vimos un papel en la ventana: En alquiler”, me cuenta cuando le pregunto cómo había comenzado el negocio. Eso fue en 2014, y Goyo y su pareja, Sergio Bang, estaban a punto de tomar grandes decisiones en sus vidas. Sergio trabajaba como relaciones públicas para la Federación Española de Automovilismo y Goyo tenía una pequeña productora. Sergio perdió su trabajo con la crisis y los clientes de Goyo comenzaron a demandar más trabajo por menos dinero.
“Todo cambió”, dice Goyo. “No había aire. No podíamos respirar”.
A la pareja siempre le había interesado el arte, y Sergio soñaba con abrir una librería. Decidieron intentarlo e inauguraron Ciudadano Grant.
“Los números decían que era imposible”, comenta Goyo. “Pero pensábamos que había que intentarlo”.
Dos años después, no es que el dinero entre a raudales precisamente, pero las puertas de Ciudadano Grant aún siguen orgullosamente abiertas y la zona cuenta con una librería, galería y lugar de reunión alternativo.
“Con la crisis la gente tuvo que readaptar su vida”, dice Goyo. “Algunos lo hicieron a conciencia”.
Al día siguiente entiendo lo que ha querido decirme. Me dirijo hacia el norte hasta llegar a la Gran Vía, la principal arteria de seis carriles de la ciudad, flanqueada por edificios blancos y una cacofonía de estilos de comienzos del siglo XX. Cientos de peatones entran y salen de negocios y tiendas. Al final de la Gran Vía, sobre la gran Plaza de España, se ve el desolado Edificio España, de 28 pisos, vacío desde 2005. El banco Santander lo compró en 2010, pero interrumpió sus planes de renovación del edificio. En 2014, un inversor chino adquirió el edificio por dos tercios de lo que había pagado el Santander, con intención de convertirlo en lujosos apartamentos y un hotel. Parece que no todos se han adaptado a la crisis a conciencia.
Tengo hambre, así que me dirijo a La Latina, un antiguo y multitudinario barrio famoso por sus propuestas gastronómicas. Busco la Taberna Antonio Sánchez, que abrió sus pesadas puertas de madera en 1830. Bautizado con el nombre de un torero, las oscuras paredes del bar están llenas de descoloridas fotos de toreros de hace años. La imponente cabeza negra del toro que corneó al torero que da nombre al bar aún mira fijamente desde el lugar donde fue colocada en un principio.
Aquí se sentaba Ernest Hemingway en su mesa de mármol favorita, y escribía a la luz de las velas hasta pasada la medianoche. Me siento también, y pido una tapa de cocido madrileño. El plato llega humeando en una fuente de barro marrón, con esa deliciosa combinación de garbanzos, patata, chorizo y morcilla. Mientras doy un sorbo al vino, reflexiono en que bares como este han sorteado más vaivenes que cualquier persona hoy, así que ¿cómo habrán sobrevivido a La Crisis?
“La gente sale menos”, dice Óscar Priego, quien heredó el bar de su padre. “Y cuando salen, no consumen tanto”. Óscar se considera afortunado: la taberna es muy conocida y los turistas quieren visitar el lugar. Pero no fue el turismo lo que mantuvo al bar durante los años más difíciles. “Los habituales vienen siempre”, dice Óscar.
Para algunos madrileños, la idea de tener que arreglarse con menos no es un concepto nuevo. En un pequeño café cerca de Plaza de España conozco la tarde siguiente a Pepe Froment de las Heras y a Matilde Martín de Sancho, madrileños de la cabeza a los pies.
“¡Nací en 1941, justo a la vuelta de la esquina!”, dice Matilde encantada. Contacté con ambos a través de Cicero Madrid, una empresa de guías turísticos que ofrece recorridos a gente local. Matilde y Pepe son amantes de la historia y han vivido cosas que los guías describen.
“Madrid era una ciudad de barrios, en la que todos sabían cómo vivían sus vecinos”, explica Matilde sobre su infancia en el corazón de Madrid. “No había mucho dinero, pero aun así todos salían”. Las políticas de aislamiento de Franco tras la guerra civil devastaron la economía durante dos décadas enteras: el estallido de 2008 no fue la primera “crisis” que estos dos españoles habían tenido que atravesar.
Pero entonces, ¿dónde va uno en la capital sin dinero?
“A pasear”, responden los dos, como si fuera lo más obvio del mundo. Más que en cualquier otro momento, parques, plazas y bulevares están repletos de gente que “sale a dar una vuelta”.
“Madrid es una ciudad llena de gente a la que le gusta salir y estar en lugares animados”, explica Matilde.
Pepe tiene ganas de hablar del imperturbable espíritu madrileño. “Es el sol, el clima, sentir que la vida es para ser vivida”, dice, con los ojos brillantes.
La energía de Pepe y Matilde me contagian las ganas de dar un paseo, y me dirijo al centro, atravesando la ciudad hacia el suroeste. La caminata me lleva directamente a la Puerta del Sol. Hoy la gigantesca plaza está repleta de turistas y compradores, pero cinco años antes, miles de ciudadanos descontentos “tomaron la plaza” y acamparon en este espacio en señal de protesta contra las medidas de austeridad del gobierno, la corrupción y la creciente división entre ricos y pobres. Hoy, el movimiento conocido como 15-M, hace tiempo que dejó la Puerta del Sol. ¿Dónde han ido entonces esos jóvenes líderes que sacudieron la ciudad con su espíritu de rebelión, cooperación y esperanza?
Encuentro a uno de esos líderes en una oficina abierta, sin paredes, en la bulliciosa calle Atocha. Jon Aguirre Such es uno de cinco jóvenes arquitectos urbanos que en 2011 decidieron fundar Paisaje Transversal, una empresa que trabaja con una amplia gama de proyectos que han revolucionado el sector en Madrid, y para mejor.
“El 15-M fue un proceso muy enriquecedor para la gente”, afirma el bigotudo Jon. “Durante mucho tiempo recibieron muy poca ayuda del gobierno, y tuvieron que comenzar a resolver problemas por sus propios medios”. También fue una etapa enriquecedora para él, ya que se encontró actuando como uno de los portavoces del movimiento.
Asegura que el espíritu de ese proceso se mantiene vivo. “Se trasladó a los distintos barrios, y se tradujo en el desarrollo de proyectos locales. Muchos profesionales como yo comenzaron a trabajar con esas asociaciones”.
Jon y su equipo advirtieron que en un país con millones de edificios vacíos era necesario aprovechar sus habilidades para algo diferente a construir nuevas casas y oficinas.
“Durante los últimos cinco años, Madrid ha experimentado una explosión de lo que llamamos nuevo activismo urbano. Estamos a la vanguardia del mundo”. Despliega un gran mapa de la ciudad con 100 puntos. Cada uno representa una iniciativa dirigida por ciudadanos, desde granjas urbanas y proyectos cooperativos, hasta asociaciones vecinales y colectivos artísticos. El proyecto se llama “Los Madriles”, y los usuarios pueden añadir y actualizarlo online Es una forma de mostrar a los madrileños un aspecto prácticamente invisible de su ciudad, una faceta llena de vida y en crecimiento.
El equipo también está transformando algunos barrios. El de Virgen de Begoña es un laberinto de escaleras difícil de recorrer para las personas mayores o con discapacidad. Jon y su equipo están convirtiendo todo el área en un lugar accesible, y lo están haciendo con la ayuda y consentimiento de sus vecinos.
Dejo la ciudad a la mañana siguiente, pero antes me detengo en “Esta es una Plaza”, un jardín comunitario en el barrio de Lavapiés que Aguirre me recomendó. El jardín ocupa lo que una vez fue un solar cerrado. Hoy, sus paredes están decoradas con murales de animales y el cemento se ha sustituido por tierra fértil que ofrece fruta, verduras y flores. Hay una biblioteca en una de las esquinas, un patio de juegos en otra, y más alejado, un anfiteatro hecho con palés.
El sol brilla y hay un grupo de personas en la cocina del jardín. Son miembros de una organización local de productos orgánicos que están preparando un enorme arroz con verduras para todos aquellos que quieran acercarse a comer.
Parece un final adecuado para mi aventura madrileña: encontrarme en un espacio entre gentes, risas y el deseo de ayudarse mutuamente y prolongar los buenos momentos todo lo posible.