Taimi Taskinen se acomodó en su silla de ruedas, preparándose para un día que prometía ser distinto a todos los demás de los 10 años que llevaba viviendo en la Residencia de Mayores Rudolf, en Helsinki (Finlandia). Esa mañana de enero de 2016, mientras los residentes desayunaban en la cafetería, se les anunció que varios jóvenes iban a participar en un proyecto piloto y se trasladarían a la residencia. ¿Cómo va a funcionar esto?, se preguntó Taimi, intrigada.
A sus 82 años, en silla de ruedas desde que en 2001 un ataque de apoplejía le paralizó el lado izquierdo del cuerpo, Taimi no podía imaginar qué podría tener en común con un joven que no era familiar suyo. Sus pensamientos se interrumpieron cuando un joven delgado, de pelo oscuro y tímida sonrisa apareció en la puerta de su habitación. Ella la había dejado abierta, como suele hacer por las mañanas.
—¡Hola! Soy su nuevo vecino del otro lado del pasillo —se presentó él—. Me llamo Jona, la forma corta de Jonatan. ¿Puedo pasar?
—Claro —dijo Taimi, mostrando curiosidad y cautela a la vez.
—Voy a hacer café —anunció Jonatan, dirigiéndose a la pequeña cocina—. ¿Por qué no me habla un poco sobre usted?
Algo sorprendida, ella lo hizo. Le dijo que había crecido en una ciudad mediana a la orilla de un lago, en el este del país, y que a causa de la muerte por infarto de su marido, en 1970, había tenido que criar sola a sus cuatro hijos. También le contó que había trabajado de limpiadora antes de conseguir empleo en una fábrica de margarina, y le habló de la terrible muerte del segundo de sus hijos el día que cumplió 45 años, en 2002; de la vida agradable y tranquila que llevaba en la residencia; de su amor por el dibujo y la pintura, y de los pasatiempos que cultivaba desde que se recuperó del ataque de apoplejía.
—Gracias a Dios, ¡soy diestra! —exclamó, mirándose la agarrotada mano izquierda sobre el regazo.
A su vez Jonatan Shaya, de 20 años, le dijo que había nacido en Tel Aviv, de padre israelí y madre finlandesa, y que su madre y su hermano pequeño vivieron con él en Helsinki hasta que se mudaron a otra ciudad.
—No pude irme con ellos porque estoy en mitad de un curso para ser chef repostero —explicó Jona—. Me vi en la necesidad de buscar un lugar para vivir de inmediato.
No fue fácil. Helsinki es una de las ciudades más caras del mundo para vivir. Entonces el joven se enteró de un nuevo programa de la ciudad llamado Oman Muotoinen Koti, o “Un hogar a medida”.
—Es una idea genial: jóvenes y mayores viviendo juntos —continuó—. ¡Podemos ayudarnos unos a otros!
Así comenzó una amistad entre Taimi, quien llevaba 10 años viendo pasar las estaciones desde su ventana, y Jonatan, que empezó a compartir con ella un poco del mundo exterior, a veces en forma de bollitos caseros. “Me encantan”, le dijo Taimi un día.
Como el precio de la vivienda está cada día menos al alcance de las personas de ingresos bajos tanto en Europa como en Norteamérica y los gobiernos reducen los gastos en sanidad pública, están empezando a surgir diversas formas de residencias intergeneracionales para ayudar a paliar las carencias. Una de las primeras personas que tuvieron esa “idea genial” fue Gea Sijpkes, directora de Humanitas, una residencia de ancianos hecha de ladrillos amarillos que se encuentra en Deventer, ciudad de menos de 100.000 habitantes situada en el corazón de Holanda.
En diciembre de 2012, Gea decidió buscar una forma barata de mejorar la vida en las residencias y llenar las habitaciones que los recortes a los subsidios del gobierno habían dejado vacías. Estaba al tanto de numerosos estudios realizados en la Unión Europea, Canadá y Estados Unidos que correlacionaban el aislamiento y la soledad con problemas físicos y deterioro cognitivo. Por ejemplo, un informe de 2014 del Consejo Nacional de las Personas Mayores de Canadá (NSC, por sus siglas en inglés) reveló que hasta un 44 por ciento de los ancianos que vivían en residencias habían recibido un diagnóstico de depresión o mostraban indicios de ella, y los hombres mayores de 80 años tenían la tasa de suicidio más alta de todos los grupos de edad.
“El aislamiento social no es solo un problema individual”, dice Tamara Sussman, profesora de trabajo social en la Universidad McGill de Montreal, asesora del informe del NSC. “A menudo las personas mayores no pueden mostrar otra cosa que sus enfermedades, y algo como los modelos de convivencia no solo les permite socializar, sino también cambiar de actitud e idea y transmitir su experiencia y conocimientos a una generación nueva”.
Gea ya sabía que las personas de edad avanzada obtienen beneficios de salud cuando conviven con gente más joven, desde mantener a raya la demencia hasta controlar la tensión, y se dio cuenta de que constantemente leía historias sobre estudiantes que luchaban para hacer rendir al máximo el dinero mientras asistían a la universidad.
Pensó que quizá fuera posible reunir a jóvenes con abuelos. Ella se dedicaba al entretenimiento, así que se le ocurrió crear un ambiente enriquecedor en Humanitas, con personas mayores y estudiantes a los que había entrevistado y estudiado a conciencia. Cuando se lo propuso a los directivos de la residencia, pensaron que se había vuelto loca. “Para ellos, la idea de que unos estudiantes que tenían libertad sexual, drogas y rock vivieran al lado de personas mayores resultaba absurda”, contó luego.
No obstante, Gea perseveró. Logró convencer a los directivos de aceptar que un estudiante viviera de prueba en la residencia durante medio año, antes de rechazar la propuesta definitivamente. A cambio de alojamiento y comida gratuitos, el estudiante tendría que ser un “buen vecino” e interactuar con los residentes por lo menos 30 horas al mes, lo que incluiría ponerles la comida, ayudarles a usar ordenadores o descorchar para ellos una botella de vino, tarea sencilla para un joven, pero no para una persona mayor con artritis en las manos. “Si no funciona, yo misma despediré al joven”, prometió Gea.
El programa dio resultado, y desde entonces ha crecido. En Humanitas no viven más de seis estudiantes al mismo tiempo con los 160 residentes ancianos. Los nuevos jóvenes son seleccionados primero por esos estudiantes, y Gea da el visto bueno. Según Sores Duman, de 27 años, estudiante de comunicación en la Universidad HAN de Ciencias Aplicadas de Arnhem (Holanda), estos jóvenes obtienen mucho más que un simple alojamiento gratuito. Él ha vivido en Humanitas desde marzo de 2016, en un estudio contiguo al apartamento de Marty Weulink, de 92 años. “Todos somos amigos en condiciones de igualdad, con algo que ofrecer unos a otros, ya sea la sabiduría de la experiencia o la manera de hacer algo técnico”, cuenta.
Marty es una mujer práctica y a la vez sentimental. “Sores me ayuda a navegar en mi iPad para que pueda estar en contacto con mis familiares”, dice. “Cuando viene a verme, charlamos, comemos, bebemos y contamos muchas historias. No sé si ha aprendido algo de mí, ¡pero lo considero mi nieto!”
Sores sonríe. “Marty me ha contado lo que vivió en la Segunda Guerra Mundial”, señala. “Al vivir aquí he aprendido a ser más paciente porque todo transcurre con mayor lentitud. Antes sentía lástima por las personas mayores porque no pueden hacer muchas cosas. Ahora las admiro por lo que son capaces de hacer”.
Cuando Miki Mielonen, funcionario administrativo de Helsinki, oyó hablar del programa de Humanitas de Holanda, pensó en aplicarlo en su ciudad. Allí, la falta de viviendas para jóvenes era un problema serio: en 2015, más de 1.000 personas de entre 18 y 25 años carecían de un hogar fijo; se mudaban de un sitio a otro, tratando de estudiar o trabajar.
¿Por qué no aprovechar algunos de los cuartos vacíos de las residencias de ancianos y cobrar un módico alquiler a los jóvenes a cambio de que convivan con las personas mayores?, pensó Mielonen. “Podemos cambiar el esquema para adaptarlo a nuestras necesidades”, les dijo a sus colegas. “No tenemos que limitarlo a estudiantes”.
Era una situación en la que todos saldrían ganando: los jóvenes pagarían una pequeña cuota por un estudio con cocina y baño. A cambio, compartirían su vitalidad y opiniones con personas mayores en riesgo de ser marginados por su estado de salud y condiciones de vida. No habría normas estrictas, sino el compromiso por parte de los jóvenes de pasar tiempo con sus vecinos, ya fuera para tomar una taza de café o para salir a pasear a un parque cercano.
Y la Residencia de Mayores Rudolf —un conjunto de edificios de hormigón rodeados de árboles, situada al este de Helsinki— era el lugar perfecto para iniciar el proyecto porque a varios de los residentes les costaba trabajo recorrer sus edificios, llenos de escaleras y largos pasillos, y esto había ocasionado que muchas de las habitaciones estuvieran vacías.
Al principio, los colegas de Mielonen también se mostraron escépticos. Pensaban que el programa podría suscitar muchos problemas. ¿Cómo afrontarían los jóvenes situaciones como encontrar a un anciano desmayado o sin vida?, se preguntaron. ¿Y si hacían fiestas, ponían música a todo volumen y fumaban? “Intentémoslo primero con solo unos cuantos estudiantes que quieran superar esos obstáculos”, sugirió Mielonen. “No tenemos nada que perder”.
En noviembre de 2015, una publicación en Facebook que pedía candidatos recibió 312 respuestas. Mielonen y un grupo de expertos, entre ellos una persona mayor representante de la Residencia de Mayores Rudolf, redujeron la lista de candidatos a 22 jóvenes que se sometieron a rigurosas entrevistas y escribieron breves textos sobre por qué querían —y necesitaban— vivir en una residencia de ancianos. Al mes siguiente eligieron a Jonatan y a otros dos jóvenes.
De vuelta a la habitación de Taimi Taskinen, en la Residencia de Mayores Rudolf, ella se acerca en su silla de ruedas a una mesita redonda cubierta con un mantel de plástico. Abre su cuaderno de dibujo, empieza a hojearlo y observa los bocetos que ha hecho de un granero desde varios ángulos: sencillos dibujos en blanco y negro que dan vida a una estructura de madera rodeada de árboles que parecen mecerse bajo un viento invisible.
Jonatan y Taimi se han sentado muchas veces frente a esa mesa a charlar y dibujar, como si se conocieran desde siempre. En la pared hay un dibujo de una sensual mujer que lleva un vestido de noche de principios del siglo XX; envuelta en la luz de una farola, lleva un largo vestido a rayas, una estola y un elegante sombrero de plumas.
Además de los bocetos del granero, entre las pinturas de Taimi hay pájaros que alzan el vuelo: siluetas negras contra un cielo azul. “Ahora soy más abierta”, dice. “Jona me ha animado para que salga de mi cuarto y charle con los demás, jóvenes y mayores”.
Por su parte, a Jonatan, que ahora tiene un trabajo a jornada completa como repostero, le encanta tener una amiga que viva al otro lado del pasillo.
“En la cultura finlandesa no suele haber mucho contacto entre vecinos”, dice. “Esto es realmente especial”.