—Papi —pregunta mi hija de siete años una tarde de marzo. —¿Mañana puedes ir a tirar la basura entre las 11 y las 12 de la mañana?
Ante tal ocurrencia le pregunto por qué, sabiendo que no da puntada sin hilo. Me explica:
—Mañana vamos toda la clase a enviar una carta al buzón de Correos al lado de casa y así nos podíamos ver.
Como su padre trabaja desde casa, ella querría que fuera a verla a su particular excursión.
La historia de la carta es una anécdota más del día a día escolar de una niña de siete años del siglo XXI. Su profesora de segundo de Primaria, una joven maestra de veintipocos años, había propuesto hacía unas semanas que escribieran una carta a algún familiar o amigo y la mandaran por correo postal. Una actividad sencilla, simple, seguramente carente de emoción para los que tenemos cierta edad, pero que a los ojos de niños de este tiempo les parecía una aventura exótica y atractiva. Mi hija me pidió la dirección de correo de su tía, y la profesora les animó a realizar el vetusto ritual de escribir una carta, meterla en un sobre y ponerle un sello. Para colmo, los sellos eran de la pasada campaña de Navidad de los Tres Reyes Magos, con lo cual la magia estaba asegurada.
El día anterior a la entrega de la carta, mi hija no cabía en sí de emoción. Con los ojos brillantes, me contó que irían todos los compañeros de la clase caminando hasta el buzón de correos, cercano a su colegio, y que antes de introducir el sobre por la ranura, tendrían que pedir un deseo, ya que los sellos tenían la magia de los Reyes Magos.
Ese día se levantó feliz con su excursión. ¡Iban a mandar una carta por correo! ¿Era posible que en la era de Youtube, Instagram o TikTok, los niños encontraran de lo más emocionante escribir una carta de puño y letra, meterla en un sobre y echarla en un buzón? En la época de los mensajes cortos e instantáneos, la lectura rápida y la consecución inmediata de casi cualquier cosa, me parecía un curioso experimento. Y para colmo, tuvieron la suerte de encontrarse al cartero recogiendo el correo con su moto. Qué más podían pedir.
Creo que subestimamos el poder de lo clásico y antiguo, de la escritura a mano, la lectura en papel, el salto a la cuerda en el patio del colegio, el cubo de Rubik (de moda una vez más en las escuelas). Por descontado, la generación de los niños de hoy es la de los nativos digitales, pero cuando llegan a los cursos en los que desaparecen los libros en papel para dar paso al libro digital y las tablets, es curioso ver cómo los echan de menos. Niños de cursos superiores han llegado a decir a los más pequeños: “¡Qué suerte que podáis estudiar con libros en papel! Y cuando lees que los gurús de las principales empresas tecnológicas crían a sus hijos alejados de las pantallas, y en esos ambientes híper tecnológicos y privilegiados, proliferan las escuelas sin tabletas, y se prohíbe el uso de móvil a cuidadoras y niñeras, te hace pensar. Tal y como aseguran aquellos que fomentan el lucrativo negocio de la tecnología, el aprendizaje va de la mano de la creatividad y emoción, y las emociones son algo que una máquina, a día de hoy, no puede reproducir.
Sería absurdo renegar de la tecnología y de todo lo positivo que puede aportar. Pero igual de absurdo sería obviar que aún existe un mundo analógico, en el que la prensa en papel se sigue leyendo en los bares de provincias, donde la gente lee las esquelas de sus vecinos y las noticias más próximas, en el que los nostálgicos aún escriben cartas a mano o mandan felicitaciones navideñas por correo y en el que se escucha la radio en directo. No sabemos cuánto tiempo durará, ni si finalmente se extinguirá, pero aún existe en segmentos de población de más edad.
Tampoco sabemos cómo van a ser las generaciones de hoy, en permanente conexión digital, en unos años, porque no tenemos experiencia. Pero la adicción a la tecnología ya existe, y cada vez desde edades más tempranas. Y no solo entre los más jóvenes. La edad a la que los adolescentes utilizan internet y comienzan a tener móvil propio se adelanta año tras año, según el Instituto Nacional de Estadística. Con 12 años, el 68,8 % tiene ya móvil, y este porcentaje asciende al 96% a los 15 años. Así que todo lo que sea fomentar la práctica de la escritura a mano, la lectura en papel, o incluso el envío de cartas por correo postal y mantener alejadas las pantallas lo máximo posible, bienvenido sea. Quién sabe si en un futuro próximo la escritura quede relegada a una rara habilidad que pocos puedan realizar.
Al final, para un niño de siete u ocho años, cualquier actividad nueva se convierte en una expectativa emocionante, da igual que esta sea analógica o digital. No hacen falta grandes planes, caras consolas o actividades intrépidas para que un grupo de niños de primaria le dijeran a su profesora después de aquella mañana: ha sido el mejor día de mi vida.
Creo que somos los adultos los que lo complicamos todo; al final es bastante más sencillo.