He trabajado para Naciones Unidas la mayor parte de las tres últimas décadas. Fui encargado de derechos humanos en Haití en la década de los 90 e intervine en la ex Yugoslavia durante el genocidio de Srebrenica. Ayudé a dirigir la respuesta al tsunami del Océano Índico y al terremoto de Haití, a planificar la misión para eliminar las armas químicas sirias y, recientemente dirigí una misión contra el Ébola en el África Occidental. Me importan fundamentalmente los principios con los que se concibió la ONU.
Y por eso he decidido irme.
El mundo se enfrenta a aterradoras crisis, desde la amenaza del cambio climático a semilleros de terroristas como Siria, Irak y Somalia. Naciones Unidas se constituyó para afrontar dichos retos, y realizan una labor inestimable, como la protección de civiles y el suministro de ayuda humanitaria en Sudán del Sur y en otros muchos lugares. Pero en términos generales, gracias a una pésima gestión, la ONU está fracasando.
Hace seis años, me convertí en subsecretario general, adscrito a la sede central de Nueva York. No era ajeno a los trámites burocráticos, pero no estaba preparado para una burocracia tan demencialmente compleja, que exigía muchísimo esfuerzo pero que al final era incapaz de obtener el resultado esperado. El sistema es un agujero negro en el que el dinero público desaparece a espuertas, y las aspiraciones humanas.
El primer gran problema es un esclerótico sistema de contratación. Las Naciones Unidas deberían ser capaces de atraer y contratar rápidamente a las personas con mejores aptitudes del mundo. Y sin embargo, tardan una media de 213 días en contratar a alguien. En enero, el Departamento de Gestión puso en marcha un nuevo sistema de contratación que probablemente alargará el período de contratación a más de un año.
Los jefes de las operaciones de paz que mueven miles de millones de dólares y que tienen una enorme responsabilidad en la finalización de las guerras no pueden contratar a sus subordinados más directos, ni alejar a los empleados poco productivos de los puestos críticos para reubicarlos. Una de las consecuencias de esta disfunción es la responsabilidad mínima. En la actualidad hay un jefe de personal en una misión de paz importante que es manifiestamente incompetente. Muchas personas han intentado quitarlo de en medio, pero a no ser por un delito grave, es prácticamente imposible despedir a alguien de las Naciones Unidas.
El segundo problema grave es que muchas decisiones se toman en base a un interés político en vez de a los valores de las Naciones Unidas o a las circunstancias territoriales. Las fuerzas de paz se mueven a menudo atropelladamente durante años sin planes de marcharse ni un objetivo claro de abandonar la zona, desplazando a los gobiernos, desviando la atención de problemas socioeconómicos más profundos y con un coste de miles de millones de dólares.
Fijémonos en Haití: hace más de diez años que no hay conflicto armado y, sin embargo, sigue habiendo más de 4.500 efectivos de las fuerzas de las Naciones Unidas. Sin embargo, estamos fallando en lo que debería ser nuestra tarea más importante: ayudar a la creación de instituciones estables y democráticas. Las elecciones se han pospuesto entre alegaciones de fraude, y el primer ministro en funciones ha afirmado que el país se enfrenta a graves dificultades socioeconómicas. El despliegue militar no contribuye a resolver estos problemas.
Nuestra mayor metedura de pata la hemos cometido en Mali. A principios de 2013, Naciones Unidas decidió enviar 10.000 soldados y agentes de policía a Mali en respuesta a una invasión de los terroristas en algunas zonas del norte. Inexplicablemente, enviamos unos efectivos que no estaban preparados para luchar contra el terrorismo y a los que se les ordenó explícitamente que no se involucraran en la lucha. Más del 80% de los recursos destinados a las fuerzas se emplean en logística y en autoprotección. Ya han sido asesinadas 56 personas del contingente y está claro que van a morir más.
Pero lo que más me ha preocupado es la actuación de la ONU en la República Centroafricana. Cuando en 2014 recibimos de la Unión Africana la responsabilidad de mantener la paz allí, tuvimos la oportunidad de elegir las tropas que queríamos. Sin llevar a cabo un debate pertinente, y por cínicos motivos políticos, se tomó la decisión de incluir a soldados de la República Democrática del Congo y de la República del Congo, a pesar de los informes sobre graves violaciones de los derechos humanos por parte de dichos soldados.
Desde entonces, las tropas de dichos países se han visto involucradas en continuos casos de abusos y violaciones —sobre todo de chicas jóvenes— para cuya protección precisamente habían sido enviadas las Naciones Unidas. En febrero se expulsó a los soldados de la República Democrática del Congo, pero los de la República del Congo continúan.
En 1988, mi primer trabajo con la ONU fue de responsable de derechos humanos en los campos de refugiados de Camboya, en la frontera entre Camboya y Tailandia, investigando violaciones y asesinatos de los pobres. Nunca pude imaginar que tendría que tratar con miembros de mi organización que cometieran los mismos delitos, o peor aún, con oficiales superiores que los toleraran por motivos de cínica conveniencia.
En vísperas de la elección de un nuevo secretario general este año, es esencial que los gobiernos, y especialmente los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, piensen detenidamente qué es lo que quieren de Naciones Unidas. La organización es una máquina de escribir Remington en la era de los smartphones. Necesita un líder comprometido con las reformas.
El secretario general Ban Ki-moon es un hombre íntegro, y la ONU está llena de personas inteligentes, valientes y altruistas. Desgraciadamente, muchos otros carecen de la aptitud moral y de la capacidad profesional necesarias. Necesitamos unas Naciones Unidas dirigidas por personas para las que “hacer lo correcto” sea lo normal y esperado.